lunes, 5 de agosto de 2024

La jerga reaccionaria de la decolonialidad

 

  Por  Neil Larsen

Neil Larsen es profesor emérito de literatura comparada en la Universidad de California, Davis, y trabaja sobre marxismo, teoría crítica, literatura latinoamericana y política.

El artículo que sigue es una reseña de The Politics of Decolonial Investigations, de Walter D. Mignolo (Duke University Press, 2021).


     Envuelta en una jerga impenetrable, la «decolonialidad» deshistoriza y culturaliza el colonialismo. Es un callejón sin salida político e intelectual para los socialistas.

Hace ya varios años que el término «decolonial», junto con su inflexión verbal más activa, «descolonizar», se han hecho familiares en la cultura popular y mediática, especialmente en relación con las políticas de identidad. Otra variante, «decolonialidad», se une a éstas, aunque restringida a un léxico académico más estrecho y arcano. La «descolonización», situada en un punto intermedio de inserción discursiva, le ha seguido.




Aquí, sin embargo, aquellos con suficiente conciencia, si no una memoria residual de su contexto histórico, reconocerán en «descolonización» un término más antiguo con una clara resonancia política que puede remontarse bastante más atrás, a los años cuarenta, cincuenta y sesenta, si no antes, al Alzamiento de Pascua de 1916 en Irlanda y la Masacre de Amritsar de 1919 en la India bajo dominio británico.

Sin duda, en la época de la histórica Conferencia de Bandung de 1955, en la que participaron las antiguas colonias de Asia y África que acababan de acceder a la independencia y que en adelante (durante un tiempo) no se alinearían, un término como «decolonial» habría estado indisolublemente ligado a los movimientos anticoloniales de liberación nacional contemporáneos y al proceso histórico real de descolonización que entonces se encontraba más o menos en su apogeo, especialmente en lo que quedaba del colonialismo europeo formal en muchas partes de Asia y gran parte de África.




No es casualidad que también fuera en una época muy anterior en la que el precursor más inmediato de lo decolonial en la jerga académica actual, lo «poscolonial», empezara a hacer su aparición. Esto ocurrió en la década de 1980, gracias en parte a la aparición y repercusión anteriores del emblemático Orientalismo de Edward Said. El ascenso intelectual del posestructuralismo y el posmodernismo también había dejado una clara huella en esta terminología. Lo poscolonial, que comprende la teoría poscolonial, los estudios poscoloniales y la literatura poscolonial, parece haberse resistido hasta ahora a ser desplazado por lo decolonial. Esto se debe probablemente a las ventajas retóricas del poscolonialismo, más estrechamente descriptivo y menos militante cuando se trata, por ejemplo, de cosas como la contratación académica y los planes de estudios.

Sin embargo, una clara ventaja de «decolonial» sobre «poscolonial» es lo fácil que resulta transformarlo en el verbo imperativo o exhortativo, más convenientemente transitivo, «descolonizar». Lo mejor que puedo decir de este verbo es que significa «eliminar el racismo» o «sacar a la luz los prejuicios eurocéntricos» de cualquier objetivo que se perciba como necesitado de tal denuncia o crítica. Junto con cada vez más publicaciones en las que aparece el término «decolonizar» (por ejemplo, títulos de libros como Decolonizing the Map; Decolonising the University; y Decolonizing Data), véase la nueva serie «Decolonize That!» que está publicando OR Books, con títulos como Decolonize Museums; Decolonize Hipsters; Decolonize Self-Care; y el próximo Decolonize Multiculturalism. Está claro que «poscolonial» no se presta tan bien a este tipo de eslóganes. Y esta es sin duda una de las razones del desafío que plantea el flanco izquierdo del poscolonialismo a su nicho como jerga más convencional del status quo.

Sin embargo, los eslóganes construidos en torno a los términos «decolonial» y «decolonizar» pueden en ciertos casos remontarse a «decolonialidad», a pesar de ser el término más estrechamente académico del arte. Es probable que en buena medida debamos ese cruce al crítico y académico Walter D. Mignolo. Mignolo, titular de una cátedra en la Universidad de Duke, es sin duda la autoridad más citada en la actual explosión de erudición que proclama lealtad política y teórica a la decolonialidad.

Nacido en Argentina y formado inicialmente como estudioso de la semiótica y la literatura latinoamericana del periodo colonial, Mignolo atribuye al difunto sociólogo peruano Aníbal Quijano la introducción del concepto de decolonialidad, en relación con la teoría de Quijano de la «colonialidad del poder», supuestamente articulada por primera vez en su artículo de 1991 «Colonialidad y modernidad / racionalidad».

En los numerosos escritos de Mignolo, como El lado más oscuro del Renacimiento, de 1995, y su monografía del año 2000, Historias locales/diseños globales. Colonialidad, conocimientos subalternos y pensamiento fronterizo, la decolonialidad aún no había hecho su aparición literal o todavía no había asumido su posición discursiva actualmente dominante. Incluso su libro de 2011, El lado más oscuro de la modernidad occidental, seguía dando preferencia a expresiones anteriores, como «posoccidentalismo» y al entonces (y todavía) omnipresente «pensamiento fronterizo».

Sin embargo, en todas las iteraciones de la llamativa teorización de Mignolo, el impulso supuestamente subversivo y desoccidentalizador de lo que ahora es una marca registrada de decolonialidad se remonta a un punto muy anterior al inicio casi contemporáneo de su jerga. Sus orígenes se retrotraen supuestamente a los inicios de la penetración, conquista y colonización europeas de América, África y Asia meridional y oriental a finales del siglo XV y principios del XVI. Como tal, se afirma que el poder subversivo de la decolonialidad contemporánea ya residía en una resistencia decolonial indígena, no europea, una resistencia a la que sin duda dieron lugar las primeras hazañas coloniales de Europa. Sea cual sea la verdad y sea cual sea la terminología que se les atribuye y proyecta actualmente, el legado social y político y la importancia de esas luchas históricas a menudo se ignoran y se infravaloran. Pero en lugar de su análisis histórico más profundo, lo que prevalece en la obra de Mignolo es lo que denominaré la mera «jerga de la decolonialidad», que a menudo desciende a la grandilocuencia.

Esto es ciertamente cierto en el caso del libro más reciente de Mignolo, publicado en inglés. The Politics of Decolonial Investigations (en adelante, PDCI) es una colección de catorce ensayos y artículos previamente publicados y evidentemente revisados, que suman más de quinientas páginas. Con una uniformidad, coherencia y monotonía casi totales, se lee como un bucle de términos y frases casi ritualizados, autorrepetitivos y casi encantadores que, en su vertiginosa variedad y repetitividad, parodian un auténtico sistema teórico. A Quijano, celebrado aquí como una especie de oráculo —procedente, como se nos recuerda repetidamente, de los «Andes sudamericanos» (subrayado mío)—, Mignolo le atribuye la exposición de una «matriz colonial de poder» omnipresente, occidental y eurocéntrica. A esto se opone una «opción decolonial» para aquellos de nosotros dispuestos —o cultural o étnicamente predispuestos— a «desvincularnos», es decir, a practicar la «desobediencia epistémica».




En respuesta a cualquiera lo bastante grosero como para observar los límites intraacadémicos de la decolonialidad, su jerga se vuelve especialmente espesa, casuística e imperiosa. Mignolo invoca «el conocimiento de la vida cotidiana en comunidades para las que el conocimiento académico, erudito y científico es perfectamente irrelevante», dejando que el lector se pregunte, mientras tanto, cuánta «teoría decolonial» leen o formulan esas «comunidades». Pero Mignolo se cuida de estipular que «desvincularse de la epistemología y la estética occidentales no equivale a desvincularse de las instituciones». La decolonialidad debe «introducirse» en estas últimas (¿no revincularse?) pero «con cuidado para no mancharla de academicismo». Aunque admite que «la decolonialidad puede consumirse por moda», PDCI, como el legendario Rey Cnut de Gran Bretaña pero sin la ironía ni la humildad de éste, ordena que las mareas retrocedan: «las tareas políticas del trabajo decolonial no deben distraerse con su consumo de moda».

La opción decolonial activa además una serie impresionante de neologismos decoloniales oficiales, demasiado superpuestos, idiosincrásicos y entumecedoramente barrocos para catalogarlos aquí en su totalidad. Pero estos últimos siguen un patrón coherente y chillón formado por las correspondencias puramente terminológicas, las variaciones a menudo redundantes y las sustituciones proforma que deberían resultar familiares a cualquiera expuesto a regañadientes a muchas jergas intelectuales y académicas modernas. Así, la occidentalización, que se dice que es antitética a la decolonialidad, nos da no solo una «desoccidentalización» correspondiente, sino incluso un posterior y explícito peligro contrarreformista de «reoccidentalización». Aún más: algo efectivamente sinónimo de decolonialidad y desoccidentalización es algo que Mignolo llama, en tonos susurrantes, «el Tercer Nomos de la Tierra», un derivado irónico y revelador de Carl Schmitt.

Mientras tanto, el auge de lo que Mignolo denomina los «Estados civilizados» (distintos de los Estados-nación occidentalizados) de la Rusia, China, India e Irán contemporáneos —a los que a veces se añade Turquía— es citado por PDCI como señal de que ha amanecido una era radicalmente nueva de desoccidentalización. En una reveladora indicación de cómo incluso las oscilaciones políticas y los cambios de gobierno relativamente coyunturales, volátiles y reversibles pueden determinar evidentemente la diferencia entre «Occidente» y su otro antitético, según PDCI, la caída de Lula y Dilma Rousseff y el declive del Partido de los Trabajadores (PT) brasileño (que dio paso a la elección de Jair Bolsonaro a finales de 2018) bastan para inclinar a Brasil hacia el campo de la reoccidentalización.

El propio Brasil, representado por el recién elegido y plenamente comprometido Bolsonaro, organizó la undécima cumbre de los BRICS en 2019. Siguió participando en los cónclaves duodécimo y decimotercero de 2020 y 2021, eventos en los que el jefe de Estado brasileño compartió el podio con «desoccidentalizadores» como Vladimir Putin, Xi Jinping y Narendra Modi. En cuanto a la «civilización-estado» que es la India de Modi y el BJP, no es sorprendente que Mignolo guarde silencio, al igual que sobre la Turquía de Recep Tayyip Erdoğan y el Irán de Ebrahim Raisi y los mulás. Cuando se menciona a estos últimos de pasada, la jerga de la decolonialidad-según-Mignolo adquiere un tono equívoco:


Las tendencias actuales en China, Rusia, India y Turquía a mutar el estado-nación en estado-civilización están revelando signos de resituación de lo que ha sido destituido. No digo que los Estados civilizados vayan a ser «mejores» que los Estados-nación. Solo digo que lo más probable es que lo sean.



Los BRICS, para Mignolo, se convierten en los CRI (China, Rusia e Irán): los «tres pilares» de la desoccidentalización. Acrónimos como CRI y el omnipresente CMP, grandiosos marcadores de época como el Tercer Nomos de la Tierra y la propia decolonialidad, y especialmente los prefijos adquieren un estatus particularmente significativo y exaltado en la jerga de la decolonialidad:


El cambio de época [de la «occidentalización» a la «desoccidentalización» o «decolonialidad»] ya no puede captarse añadiendo el prefijo «post-». El prefijo «post-» es válido dentro de la reoccidentalización, la contrarreforma que pretende mantener los privilegios construidos a lo largo de quinientos años de occidentalización, pero carece de sentido para la desoccidentalización y la decolonialidad. El prefijo «de-» salta al campo, descomponiendo la universalidad y la totalidad occidentales en múltiples temporalidades, saberes y praxis de vida (…). El prefijo «de-» significa que desobedeces y te desligas de la creencia en la universalidad y la unipolaridad; tomas lo que necesitas para restituir lo que ha sido destituido y que es relevante para el surgimiento de la multipolaridad en las relaciones interestatales y la pluriversalidad.

¡Demasiado para lo poscolonial! El «de-» de lo decolonial, tan celoso como el dios del Antiguo Testamento, no tendrá otros prefijos delante. «Multipolaridad» y «pluriversalidad» también son fijaciones léxicas continuamente evocadas en la jerga de la decolonialidad certificada por Mignolo. Otras son «la destitución», «la restitución», «lo gnoseológico» (evidentemente sustituyendo y reemplazando a un epistemológico descolonialmente sospechoso), y «la estética» o «lo estético», conjurando aquí una estética descolonizada.

Pero sin duda el rasgo más revelador de la jerga de la decolonialidad son las instrucciones pontificadoras de PDCI al lector sobre el significado genuino y pleno —epocal, escatológico y rayano en lo cósmico— de nada más que un cambio de prefijos. Encontrarse con tales extremos de fanfarronería y exhibición retóricas me trae a la memoria Dialéctica negativa: la jerga de la autenticidad, la mordaz y todavía oportuna exposición crítica de Theodor Adorno sobre el envilecimiento del lenguaje en la filosofía existencialista alemana de Martin Heidegger y Karl Jaspers, descrita en un momento dado como una jerga determinada «por la carga de las palabras individuales a expensas de la oración, su fuerza proposicional y el contenido del razonamiento».




Dejando a un lado la cuestión de si en PDCI y en la jerga de la decolonialidad a lo Mignolo todavía queda mucho contenido, si es que queda alguno, disponible para sacrificarlo a la fuerza de culto de las palabras individuales, Mignolo hace descansar el futuro mismo de la humanidad en las variables de un nivel lingüísticamente subatómico: en la diferencia entre el «de-» y el «post-».

Tras una exposición prolongada a la jerga de la decolonialidad, el «de-» de «decolonial» empieza a sonar más apropiado: significa, como es lógico, el borrado o la inversión no del colonialismo en sí, sino de su concepto y referente histórico. Después de todo, ¿por qué hay tan poco en PDCI —y en general en todos los discursos decoloniales de Mignolo— sobre los aspectos específicos del propio colonialismo, su base material y sus condiciones, por no mencionar los detalles reales y prácticamente inagotables de su historiografía, sin que los movimientos anticoloniales sean una excepción a esta regla? Sean cuales sean las razones profundas, este déficit fáctico es crucial para la crítica y el desciframiento crítico de la jerga de la decolonialidad, casi como si sus extravagancias y redundancias terminológicas y su arrogancia retórica fueran una compensación irónica de un vacío histórico subyacente.

Sin duda, parte de la respuesta también reflejará la visión típicamente contemporánea y cosmopolita de los llamamientos más vernáculos a «decolonizar». Aunque, en tanto que eslogan, este último no ignora necesariamente el impacto histórico del colonialismo en las cuestiones de la injusticia racial actual y las luchas contra las barreras establecidas por el privilegio nacional-imperial, incluso la demanda más práctica y comprometida de decolonización no suele ir más allá de los límites de la política de identidad y su telón de fondo intelectual convencional, el culturalismo.

El culturalismo equivale, en pocas palabras, a la teoría de que las identidades y diferencias culturales y étnicas, en última instancia, son lo que explica el mundo. En consecuencia, la causa de la emancipación social pasa a estar definida y determinada por —si no reducida a— la lucha contra los mitos de inferioridad y superioridad etnocultural que subyacen a un statu quo opresivo. Mignolo y la jerga de la decolonialidad no son excepciones: es el culturalismo, en este sentido, lo que constituye el horizonte omnipresente que delimita lo que puede y no puede decirse y pensarse en obras como PDCI y en los voluminosos escritos de Mignolo que la precedieron, remontándose al menos hasta Historias locales/diseños globales de 2000.

Así pues, aunque una obra como PDCI pueda aparentar ocuparse de la historia en su realidad y complejidad objetivas, su extensión y alcance históricos son, de hecho, muy limitados y empobrecidos. A pesar de dedicarse a invocaciones repetidas, generales y amplias de la época, iniciada a finales del siglo XV, de la conquista y colonización europea y del mundo occidental, esta única referencia histórica muy general (con excepciones menores e incidentales) es el único indicio del interés o compromiso de Mignolo con la historización de la decolonialidad.

No tiene mucho sentido explorar la base material-histórica más profunda del colonialismo si, como afirma Mignolo, lo «real» en sí mismo no es más que «una proyección epistémica» y si «la gobernanza y la economía» no son más que «fabricaciones epistémicas». PDCI siempre se apresura a proclamar el amanecer histórico, por muy asediado que esté, de una nueva era desoccidentalizada o de un Tercer Nomos de la Tierra, pero categorías clave como la matriz colonial del poder y la propia decolonialidad siguen siendo absolutos suprahistóricos que poseen orígenes casi míticos no sujetos a historización. Suscribirse a la teoría decolonial mignolista es renunciar a cualquier noción de que los factores materiales y sociales que condicionan la formación histórica y la aparición de absolutos como «Occidente», «desoccidentalización» y «decolonialidad» puedan en sí mismos investigarse y determinarse.

Se trata de un estado de cosas bastante sorprendente y chocante en cualquier obra que se precie sobre algo tan esencialmente histórico como el colonialismo, incluidos el anticolonialismo y la descolonización. Plantea, entre otras cosas, la cuestión —que se abordará en la cuarta y última sección de esta reseña— de cómo es posible que una «teoría» relativa al colonialismo, pero prácticamente desprovista tanto de referencias históricas detalladas como de cualquier compromiso intelectual con las luchas contemporáneas contra el neocolonialismo y el imperialismo, pueda atraer a tantos conversos «decoloniales» como evidentemente lo ha hecho. Pero se desprende, lógica e inevitablemente, del fundamental y desastroso error de categoría al que los culturalismos como el de Mignolo están irremediablemente condenados en cuanto se aventuran en un terreno que invita o requiere una explicación histórica.

La cultura y la etnicidad son, necesariamente, explanandum: aquello que hay que explicar antes de que, como categorías, puedan convertirse en explanans, es decir, capaces de explicar cualquier otra cosa. Y, en última instancia, solo la historia —un universal que resiste y rechaza la culturalización— condiciona y hace posible esta función localmente explicativa. El culturalismo de Mignolo reduce inevitablemente la propia categoría de lo universal (de ahí también la historia) a la condición de artefacto, cuando no de artificio, de una cultura particular, la de Europa y Occidente. Pero si en virtud de su pretendido origen cultural hay que eliminar realmente todos los universales, el resultado sería la parálisis cognitiva. No se puede pensar, teorizar ni criticar sin la categoría de lo universal, como tampoco se puede sin la de lo particular. Una universalidad proscrita simplemente vuelve a entrar en la jerga de la decolonialidad por la puerta de atrás como, por ejemplo, desoccidentalización, decolonialidad propiamente dicha o pluriversalidad. ¿Por qué no ir aún más lejos y plantear una exigencia de «pluri-universalidad»?

Sin embargo, de tal falacia se derivan implicaciones más siniestras. Al rechazar por eurocéntricas y occidentalizadas todas las pretensiones de universalidad, Mignolo despeja en PDCI el camino para la reentrada subrepticia de otros universales apenas disfrazados, mucho más insidiosos que autoparodias como la pluriversalidad, siempre que tengan la coartada de ser antioccidentales. De hecho, la defensa explícita que hace Mignolo de los «estados civilizados» antioccidentales de China, Rusia e Irán pone de manifiesto un flagrante coqueteo decolonial con la autocracia y los chovinismos de las grandes naciones. Esto queda más claro en el apoyo abierto, explícito y frecuentemente reiterado en PDCI a la China de Xi Jinping y a su desafío a la reoccidentalización. Pues, aunque «la decolonialidad no es» —y «no puede ser»— «una tarea dirigida por el Estado», «la desoccidentalización (…) solo puede ser impulsada por un Estado fuerte que sea económica y financieramente sólido. Por eso China lidera esta trayectoria».




Tras un guiño extrañamente condescendiente y desdeñoso a Mao Zedong (claramente una presencia incómoda y en gran medida prescindible en la escena decolonial), Mignolo atribuye a Deng Xiaoping haber desvinculado a China de los dictados occidentales, y lo celebra por haber desvinculado supuestamente el capitalismo del liberalismo y el neoliberalismo. «”Capitalismo con características chinas”», observa Mignolo, «era un comentario sarcástico en los medios de comunicación occidentales. Lo era entonces y lo es ahora. Y cabría preguntarse: ¿qué hay de malo en ello?». A riesgo de pecar contra la decolonialidad, uno se inclina a preguntar, junto con el número evidentemente creciente de trabajadores chinos más jóvenes que se adhieren a la filosofía del tang ping y optan por «tumbarse» en lugar de trabajar interminables horas solo para, en el mejor de los casos, permanecer en su sitio, si lo que hay de malo en ello no es solo el capitalismo en sí.

Pero las simpatías y la admiración de Mignolo por Deng Xiaoping, Xi Jinping y las altas esferas del Estado civil chino no parecen extenderse a los trabajadores chinos. La clara tendencia de Mignolo a subordinar la contradicción de clase a cuestiones de jerarquía y diferencia cultural y étnica —cuando no a ignorar la clase por completo— no puede ocultar un respaldo decolonial de facto a las actuales políticas dominantes de la clase capitalista siempre que puedan identificarse como «desoccidentalizadoras».

Mientras tanto, Mignolo descarta alegremente a la antigua Unión Soviética, y con ella a toda una época en la historia del anticolonialismo y el antimperialismo de enorme y prácticamente incalculable importancia. En PDCI no hay ni una sola palabra sobre el papel soviético —ciertamente ambiguo y predeterminado por la Guerra Fría pero no obstante histórico hasta al menos la década de 1970— en la ayuda al avance de luchas anticoloniales y antimperialistas sin precedentes, incluidas las de la propia República Popular China, junto con Cuba, Vietnam y Angola. La URSS, según PDCI, fue


una forma fracasada de hacer frente a la diferencia imperial, porque actuaba sobre la base de un sistema de ideas occidental que no se correspondía con la historia local rusa ni surgía de ella. Lo que era local era la rabia y la ira contra el zarato ruso. Pero el instrumento, en este caso el comunismo, era prestado.

Cualquier paneslavista, incluido el propio Putin, lo habría expresado de la misma manera. Que el liberalismo y el marxismo, los «herederos de la Ilustración», no pudieran asumir ni asumieran una forma local rusa debe resultar chocante para los historiadores serios de la Rusia de los siglos XVIII, XIX y principios del XX. Aplicando los criterios de una ideología tan descaradamente culturalista —de hecho, orientalista—, uno se pregunta cómo clasificaría Mignolo a figuras históricas y culturales rusas presoviéticas como Pedro o Catalina la Grande, Alejandro Pushkin, Iván Turguéniev o Nikolái Chernyshevski. ¿Son rusos occidentales o locales? ¿Y qué hay de los millones de súbditos imperiales de la Rusia prosoviética zarista que no eran ellos mismos rusos étnicos ni hablaban exclusiva o principalmente ruso? ¿Están, por tanto, fuera de la historia rusa? Es posible que Putin y sus seguidores prefieran ver las cosas de este modo.

Los estudiantes de historia informados por las obras de Karl Marx, así como por el vasto archivo de historiografía, ciencias sociales y filosofía que han contribuido a generar y dar forma, habrán aprendido hace tiempo a contrarrestar las falacias del anti universalismo culturalista. Pero destaquemos, brevemente, las ideas básicas: Europa es la cuna histórica del capitalismo y de su formación social correlativa, no el lugar de su partenogénesis etnocultural puramente mítica. Esa formación social, conocida popularmente como sociedad burguesa, intenta, al principio con relativo éxito, proyectar los intereses de la clase que la domina como universales, como idénticos a los intereses de la sociedad en su conjunto. Sin embargo, no pasa mucho tiempo antes de que esta pretensión de universalidad sea impugnada desde las filas de la masa de la humanidad oprimida y explotada por el capitalismo, incluidas las víctimas de sus intervenciones coloniales e imperiales y de sus violentas confiscaciones e invasiones territoriales. Y frente a la de la burguesía —cada vez menos creíble a medida que el capitalismo y sus intereses de clase se vuelven más abiertamente represivos— surge la reivindicación opuesta de universalidad defendida por el socialismo y el comunismo revolucionarios, la universalidad internacional y social de la sociedad sin clases a la que se aspira.

Todo esto puede parecer en la jerga ortodoxa de la decolonialidad nada más que una «restitución» eurocéntrica del privilegio occidental y de la matriz colonial de poder, pero no hay nada atrozmente «colonizador» en ello. Tampoco parece plausible que la simpatía más amplia por «descolonizar» las instituciones cosmopolitas contemporáneas o incluso por una decolonialidad más genérica inspirada en Mignolo decida trazar aquí sus líneas de batalla anti universalistas.

A pesar de todo su culturalismo por defecto y su defensa de la «pluriversalidad», la teoría decolonial de Mignolo, por regla general, parece vacilar a la hora de presentar un capitalismo evidentemente global en términos estrictamente culturales o de declararlo una mera «proyección epistémica». Exceptuando los casos menos manifiestos en los que puede deslizarse a lomos de la «desoccidentalización» y sus «civilizaciones-estado» (véase de nuevo el apoyo indirecto de Mignolo al «capitalismo con características chinas»), el capitalismo como tal, en última instancia y de forma efectiva, queda fuera de la imagen global prevista implícitamente en PDCI y la jerga de la decolonialidad.

En la medida en que el capitalismo se acerca al punto de fuga en la visión del mundo de la decolonialidad, también lo hace, en consecuencia, el marxismo, entendido aquí como la teoría y la crítica más sistemática y radical del capitalismo. Y a medida que este último, como algo más que una caricatura hiperabstracta, desaparece de la vista, desaparece con él cualquier concepción rigurosa del anticapitalismo o de una sociedad poscapitalista liberada como universales plenamente históricos y concretos.

Sin embargo, un punto menos obvio pero no menos crucial que hay que recordar aquí es que la forma de sociedad a la que da lugar el capitalismo moderno, una formación social mediada y «sintetizada» (para utilizar el término de Alfred Sohn-Rethel) por las relaciones inscritas en la abstracción real de la forma-mercancía o valor, aparece, necesariamente para los individuos que la componen, como algo abstracto y, en consecuencia, universal en contraste con todas las formas anteriores de sociedad. Esta es una de las ramificaciones del fenómeno bien conocido, pero a menudo mal comprendido, del fetichismo de las mercancías, descubierto por Marx y explicado teóricamente en El capital. Una sociedad «sintetizada» por la producción y el intercambio de mercancías —por las relaciones sociales inscritas en el valor— adopta una forma que es a la vez abstracta y ajena, pareciendo existir solo (utilizando la expresión de Marx) «a espaldas» de quienes la componen.

Europa, inicialmente sus zonas occidental y septentrional, resulta ser de nuevo el lugar donde esta forma de sociedad emerge plenamente por primera vez. Pero a diferencia de la universalidad que puede atribuirse y reducirse a la inmediatez sociológica de la ideología burguesa, y por tanto falsificarse con relativa mayor facilidad, la universalidad profundamente estructural y ajena de la sociedad mediada por la mercancía no puede exponerse ni falsificarse tan fácilmente. De hecho, no es, en un plano más inmediatamente ideológico, un falso universal, sino más bien una forma de falsa conciencia socialmente necesaria. Para que la falsedad de su aparente universalidad quede a la vista, las propias relaciones sociales de producción de mercancías deben entrar en crisis, y elevarse al nivel de conciencia teórica y social consciente.

Entonces, ¿no valdría la pena plantearse si la prohibición de los universales por parte de la decolonialidad, su relegación dogmática a un «eurocentrismo» pseudo o ahistórico, no es en sí misma sintomática de la persistente intratabilidad teórica e intelectual de la falsa universalidad social del capitalismo en el mencionado plano estructural profundo? Esto podría al menos ayudar a llegar a una explicación, aunque sea hipotética, del atractivo nada desdeñable de Mignolo y la jerga de la decolonialidad entre intelectuales y académicos, muchos de ellos evidentemente más jóvenes, de tendencia progresista e identificados con regiones del Sur Global poscolonial, si no nativos de ellas. Salvo aportaciones estadísticas y empíricas que están fuera del alcance de esta reseña y pueden ser imposibles de obtener, no podemos estar seguros de ello. Pero ninguna crítica de la decolonialidad autorizada por Mignolo, sobre todo teniendo en cuenta la pura banalidad de su jerga, podría considerarse completa en última instancia sin algún esfuerzo por dar cuenta de lo que es, como mínimo, el desconcertante hecho de su relativa popularidad.

Debe considerarse, además, que en la coyuntura que se remonta al cambio de milenio —la misma que ha visto la publicación de las principales obras de Mignolo y su ascenso a la prominencia intelectual—, los universalismos vulgares y flagrantemente ideológicos que reivindican el manto de la civilización burguesa «occidental» quedan cada vez más fácilmente expuestos como particularismos chovinistas y, por tanto, a pesar de sus crecientes bases de apoyo «populistas», tanto más fácilmente desacreditados. Piénsese, por ejemplo, en los manifiestos de Samuel Huntington que proclaman el «choque de civilizaciones» o, de forma aún más descarada y actual, en los idilios distópicos, supremacistas blancos y a menudo nacionalistas cristianos de los «populismos» de extrema derecha de Donald Trump, Viktor Orbán, Jair Bolsonaro y Marine Le Pen. Su capacidad para ganar un número de adeptos aparentemente mayor que hace treinta, veinte o incluso diez años se produce a costa de una creciente polarización social que también aumenta el número de sus antagonistas. Pero esto ocurre incluso cuando la verdad social e histórica de la abstracción mercantil «real» del capitalismo y la correspondiente forma de universalidad, ideológicamente más hermética, sigue siendo comparativamente más resistente a la revelación consciente y secular.

Las reivindicaciones étnicas y culturales de universalidad se exponen más fácilmente como falsas y perniciosas, pero su fuente subyacente —la universalidad sociohistórica, estructural pero alienada del capitalismo— vuela por debajo del radar del culturalismo, por así decirlo. El efecto se hace cada vez más transparente mientras que la causa, culturalmente invisible pero históricamente contingente —y, por tanto, no menos ideológica—, permanece oscura

Pero detrás de la popularidad evidente y posiblemente aún creciente de Mignolo y la decolonialidad está sin duda la realidad concreta del desarrollo desigual y combinado tal como se experimenta en el Sur Global contemporáneo y su diáspora metropolitana. Como no dejaron de observar en su momento el difunto Aijaz Ahmad y otros críticos marxistas que cuestionaron tempranamente las tendencias influenciadas por el posestructuralismo, centradas en el discurso y deshistorizantes de la teoría poscolonial, su auge, al menos en una primera iteración consagrada en las obras de Said, Gayatri Spivak y Homi K. Bhabha, fue claramente paralelo a la crisis y el colapso efectivo de lo que aún quedaba de los movimientos anticoloniales de liberación nacional que se habían catalizado al final de la Segunda Guerra Mundial.




Se trataba de un punto de inflexión que Ahmad denominó memorablemente «el fin de la era de Bandung», un término histórico que relacionó sensatamente con el triunfo de la facción islamista antisecular y antimarxista en la Revolución Iraní de 1979. El colapso del bloque socialista del Este y de la propia URSS más de una década después —y la crisis y eventual debilitamiento de las insurgencias y revoluciones antimperialistas centroamericanas en El Salvador y Nicaragua durante la misma década posterior— no hicieron sino reforzar las tendencias culturalistas y anti universalistas del poscolonialismo, sobre todo en el impacto de este último en el latinoamericanismo y en la crítica y teoría literarias y culturales latinoamericanas.

En las aproximadamente tres décadas que han transcurrido desde entonces, puede decirse que la resistencia a la dominación imperial y neocolonial en el Sur Global ha tenido altibajos. Así lo atestigua la llamada Marea Rosa en muchas partes de América Latina, desde el ascenso del PT en Brasil —especialmente después de 2002— hasta las tendencias electorales más recientes, aunque volátiles, favorables a la izquierda parlamentaria y socialdemócrata en Argentina, Honduras, Perú, Chile y Colombia. Pero hay pocos indicios de que el final de la era de Bandung no haya seguido desarrollándose en todo el Sur Global de forma implacable y agonizante.

Tampoco puede decirse que hayan prosperado las fortunas del imperialismo (sinónimo de superpotencia estadounidense) o del propio capitalismo global. Aunque salpicada por actos manifiestos de violenta agresión imperial, entre los que destacan la desastrosa invasión de Irak y el abyecto fracaso de su guerra de veinte años en Afganistán, la prolongada crisis del antimperialismo del Tercer Mundo de los últimos treinta años, a pesar de una breve oleada de triunfalismo occidental del «fin de la Guerra Fría» tras la desaparición del socialismo de Estado y del bloque soviético, no ha dado lugar a un repunte correspondiente de las fortunas imperiales de los antiguos colonialistas y neocolonialistas del mundo.

Aunque a finales del decenio 1979-1989/91, la superación de la fase heroica del liberacionismo nacional del Tercer Mundo había llegado a ser concluyente y había empezado a resonar en la forma culturalista del poscolonialismo, persistía claramente cierta memoria histórica y conciencia de, por ejemplo, la fase de exitosa resistencia antimperial de la Cuba revolucionaria que comenzó a principios de los años 60, o la derrota final de la Vietnam insurgente frente a la maquinaria de guerra estadounidense en 1975, incluso entre los menos escépticos respecto a la versión de subversión «epistémica» del poscolonialismo. Mientras tanto, la Centroamérica de finales de los 70 y los 80 pareció durante un tiempo estar preparada para ampliar esas victorias, aportando, como mínimo, una multitud de testigos y mártires a la causa del antimperialismo revolucionario, desde Óscar Romero a Rigoberta Menchú.

Pero, aparte de las referencias al zapatismo, dispersas y en gran medida motivadas por razones étnicas, es en vano buscar en las páginas de PDCI o en las muchas otras obras de Mignolo alguna sensación de que esta historia existió o sigue importando (aunque solo sea para diagnosticar las razones de su desaparición) y mucho menos para especular sobre las perspectivas de su redención en un futuro que aún solo es perceptible de forma tenue o parcial. El propio Mignolo es más que lo suficientemente viejo para saber lo que falta aquí, pero para muchos de sus seguidores esto parece bastante improbable. ¿Qué puede significar siquiera el final de Bandung para esos decolonialistas, para quienes el hecho de que alguna vez haya comenzado sigue siendo, en el mejor de los casos, nebuloso?

Puede que el apoyo generalizado al antirracismo y a la eliminación del supremacismo blanco y del sesgo eurocéntrico de las instituciones sociales y culturales contemporáneas, expresado en los eslóganes y reivindicaciones del decolonialismo, opere dentro de las limitaciones de esta misma conciencia histórica gravemente mermada. Eso, per se, no resta nada a lo que seguramente es a menudo la justicia y la urgencia de muchos de esos eslóganes y campañas. Incluso si, por ejemplo, los llamamientos a descolonizar las galerías de arte o el hipsterismo no pueden o no quieren conectar esos objetivos con los recientes bombardeos asesinos saudíes respaldados y armados por Estados Unidos contra miles de civiles yemeníes o, más ampliamente, con la pobreza masiva y catastrófica y las amenazas a la propia supervivencia humana en todo el Sur Global impuestas por la división internacional del trabajo del capitalismo, al menos no se traduce automática o necesariamente en el apoyo explícito de Mignolo a la autocracia antioccidental. Cuanto más limitadas y localizadas sean esas campañas y reivindicaciones —es decir, cuanto menos universales—, menor será el riesgo de que muten en una decolonialidad a lo Mignolo.

Pero una vez que la voluntad o incluso la tentación de teorizar entra en liza, la categoría de lo universal entra con ella. Lo hace por necesidad, aunque parezca desacreditada y desfavorecida por la realidad coyuntural imperante. Como hemos visto en el caso de Mignolo y la jerga de la decolonialidad, la prohibición de los universales, por fidelidad dogmática a cualquier condición imaginada de santidad o alteridad cultural o étnica, conduce, en el mejor de los casos, a las autoparodias del «de-», vencedor del «post-» y rey de reyes entre los prefijos. Como demuestra PDCI, la prohibición culturalista de los universales por ser considerados a priori eurocentristas se transforma fácilmente en el culto represivo y subrepticiamente universalizador de las autocracias desoccidentalizantes. Estas últimas son simplemente las preferidas como únicas aliadas posibles o coherentes de una decolonialidad que ha renegado no solo del liberalismo y el marxismo como «herederos de la Ilustración», sino evidentemente de la propia democracia.

Pero, ¿cuánta distancia existe realmente entre una decolonialidad fijada en una hostilidad maniquea a Occidente y los populismos de derechas y autoritarios que actualmente ascienden por toda Europa y Norteamérica? A pesar de la afirmación tan característica como irreflexivamente segura de sí misma de Mignolo, repetida a menudo en sus escritos y en numerosas entrevistas, de que Occidente termina al este de Jerusalén, se trata de un término notoriamente relativo y elástico, tan fácil y prontamente denunciable en un momento como invocable en otro. El húngaro Orbán o el polaco Andrzej Duda podrían muy bien expresar su lealtad a los valores occidentales-cristianos supuestamente amenazados por la inmigración no europea (no blanca) y, al momento siguiente, denunciar la política occidental-liberal, ostensiblemente más tolerante con la inmigración, de la Unión Europea.

«Occidente» está al oeste de cualquier «Oriente» etnoculturalista y criptouniversal que exija lealtad decolonial. Y, mutatis mutandis, lo mismo se aplica al Este, ¿o deberíamos decir al «des-Oeste»? Habida cuenta de los recientes acontecimientos en Rusia y Ucrania, cabe preguntarse dónde situaría Mignolo a esta última en el mapamundi Este/Oeste de la decolonialidad.

Parece razonable concluir que algunos —quizá muchos— de los entusiastas de Mignolo y la decolonialidad no permitirán que su entusiasmo les lleve tan lejos como los extremos perversos y francamente reaccionarios que se dejan ver en PDCI. Eso es un consuelo. Pero mientras no se cuestione y derribe la prohibición culturalista de los universales de la teoría decolonial, las raíces materiales del colonialismo y el imperialismo no podrán remontarse histórica y socialmente hasta su fuente última: el capitalismo. Y mientras la condición previa para abolir el colonialismo y el imperialismo y para la eventual liberación de sus víctimas —nuestra liberación— no se entienda conscientemente como el universal social de una sociedad poscapitalista y sin clases que ha trascendido la dominación de la forma mercancía —el universal del comunismo, en este sentido—, la «decolonialidad» seguirá siendo, en el mejor de los casos, un ejercicio fútil, una desviación y un callejón sin salida.

Desgraciadamente, poco o nada de esto parece penetrar en el pensamiento de quienes se ven seducidos y atrapados por la jerga de la decolonialidad. Sería difícil imaginar un aparato lingüístico y cognitivo mejor diseñado para cegar al lector ante este plano de la realidad social e histórica que el que se exhibe en PDCI, aunque parece poseer poca conciencia de lo que oscurece. Como escribió Adorno en su prefacio de 1967 a Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad con un optimismo poco característico:


Por irresistible que parezca la jerga en la Alemania actual, en realidad es débil y enfermiza. El hecho de que se haya convertido en una ideología en sí misma destruye esa ideología tan pronto como se reconoce este hecho (…). La jerga es la forma históricamente apropiada que ha adoptado la falsedad en la Alemania de los últimos años. Por ello se puede descubrir una verdad en la decidida negación de la jerga.

Uno duda en conceder a la jerga de la decolonialidad algo parecido a la «forma históricamente apropiada que ha adoptado la falsedad» en, digamos, la Norteamérica actual, y mucho menos en Latinoamérica, aunque, como variación o subconjunto del anti universalismo culturalista, pueda ser de hecho una de ellas. Pero quizá su mera opacidad en relación con cualquier cosa que se parezca a la realidad social o histórica pueda ser la gracia salvadora negativa de la jerga: lo más parecido que hay a su decidida autonegación. Eso y, para tratar de ser optimistas al respecto, el hecho de que la jerga en obras como PDCI llegue a ser tan flagrante y transparente que, a pesar de su dimensión más oscura y abiertamente reaccionaria, invite fácilmente a la parodia.




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