viernes, 12 de julio de 2024

Los últimos del litoral (SOS del bosquecillo de San Ginés)


 Por Pedro Costa Morata

En tierra de sobresaltos por los intermitentes ataques al territorio y la naturaleza de parte de ignorantes distinguidos y filibusteros de distinto pelaje, las insidias contra el litoral ocupan lugar primerísimo, ya que es lo más apetecible que nuestros gobernantes pueden ofrecer a los dioses insaciables de la especulación en el altar de su inconsciencia (cuando no indecencia).

Un ejemplo de este marco de desdichas político-territoriales y de agresiones pendientes es el que nos sirve el Ayuntamiento de Cartagena con el bosquecillo de San Ginés, en el extremo litoral de la margen izquierda de la rambla del Cañar: un reducto que es excepción entre la extensa urbanización de la orla litoral desde La Azohía hacia poniente y los campos de agricultura intensiva que llevan a Isla Plana, con su denso potencial de venenos químicos.




Este último episodio de frío asalto al litoral sigue a -por lo menos- dos abusos “históricos” consentidos, de los que este cronista guarda memoria indignada: la ocupación y pseudo privatización de la playa del Portús por una asociación naturista y la destrucción del enclave litoral llamado de las Rocas de la Mónica por una propietaria caprichosa; en ambos casos el Ayuntamiento de Cartagena (años de 1980) se doblegó y consintió el despojo. Habiendo iniciado su andadura democrática con tan poco brillantes hitos, sería de suponer que en 40 años el consistorio cartagenero, con sus bien nutridos servicios técnicos municipales, habría superado aquellos bajísimos niveles de civilización y cuidados en la ordenación del territorio, y que habría entendido por fin que los valores del litoral no son solo crematísticos o urbanísticos sino, también, culturales, sociales y estéticos.

La experiencia dice que para cualquier alcalde/alcaldesa o conejal/concejala al mando en la mayoría de los municipios de nuestra costa, su mayor ilusión en asfaltar y enladrillar el litoral correspondiente de su amado municipio. A esto le llaman desarrollar el litoral, abrirse al turismo y al mismo tiempo -con un morro que se lo pisan- implantar la sostenibilidad y proteger el medio ambiente. Callan que, en realidad, lo que les atrae y mola es incrementar los ingresos municipales por licencias de obras y, quedar bien con los promotores y constructores implicados, generalmente pertenecientes al círculo de amistades e intereses de los susodichos munícipes. En toda operación urbanística, y más si es en el litoral, se mercadea con especial entrega con el valor añadido de un litoral que siempre es un espacio peculiar escaso y frágil, pero que con los años de colonización implacable se convierte en un bien cuya apropiación privada resulta escandalosa por antisocial; pero que se pone a disposición del mejor postor, tanto si es un exhibicionista millonario como si es un compadre ideológico.




Mi generación ecologista, que se partió los dientes en la segunda mitad de los años 1970 (¡y siguientes!) defendiendo el litoral tanto de munícipes gamberros como de asaltantes indeseables, pudo creer que con el tiempo, las crisis y la leyenda del “aumento de la sensibilidad ambiental” iría cediendo la presión sobre los escasos y frágiles espacios litorales escapados al terrorífico proceso de descuartización y mercantilización al que nuestros ayuntamientos costeros se han entregado durante decenios con fruición e insania. Pero no ha sido así, sino que con variable intensidad el proceso destructivo y el empeño por hacer caja han seguido su curso, superando demasiadas veces las dificultades, generalmente heroicas, que interponían los grupos resistentes (que no la ley o el desarrollo mental de los responsables municipales).

En el caso que nos ocupa, los defensores de este enclave de verdor y sosiego ya han exhibido un respaldo social nada desdeñable: en apenas dos semanas de campaña del vigoroso SOS emitido, han sido casi 4.000 las firmas de apoyo conseguidas, mostrando con su volumen, que el interés por el bosquecillo y el hartazgo por los crímenes contra el litoral está a flor de piel en buen número de murcianos, no solo cartageneros. Para los defensores de la sensatez, lo normal es que la lucha se plantee “a tres”, con dos enemigos enfrente, que son el Ayuntamiento y el promotor, una empresa filial del Banco de Santander, esa gigantesca máquina de enriquecer a los Botines, que está decidido a añadir otro botín a su memorable historial bancario-empresarial. Un Banco que ejercerá todas las presiones posibles sobre el Ayuntamiento cartagenero para que no ceda ante los combatientes del litoral, haciendo valer, ante todo y sobre todo, que su proyecto dispone desde hace tiempo de los debidos permisos. Y es de temer que ni los ediles cartageneros ni los banqueros del Santander estén preparados para ceder en favor del medio ambiente, el paisaje y los vecinos. Los caza botines, desde luego, no están acostumbrados a perder ni a que se les enmiende la plana, por lo que, llegado el momento, los resistentes airados podrán demostrar la seriedad de sus peticiones proponiendo al ciudadano murciano, y a todo aquel que sintonice en la batalla, que retiren sus cuentas de tan poco asequible Banco, lo que es de esperar ponga de los nervios a esos militantes de la codicia (legítima, bien sabe Dios).




Si de proceder a la aprobación del nuevo Plan General se trata -con una extensa y, al parecer, sincera invitación a que la participación ciudadana sea masiva y confiada- es el momento de revisar y rehacer todo lo que no encaje con la (necesaria) nueva filosofía de la ordenación del territorio municipal, muy especialmente su litoral, aplicando visiones nuevas, enfoques distinguidos y rehabilitación de valores que tanto los tiempos como la ciudadanía exigen. Porque el bosquecillo de valores naturalísticos típicamente mediterráneos y su palmeral contiguo merecen que se les dé una justa oportunidad de supervivencia, incluso aunque suponga un coste económico para el Municipio (por contra a los beneficios e ingresos esperados). Un coste que, sin embargo, se vería ennoblecido (¡y aplaudido!) por el rescate del alto valor -tanto en el aspecto ambiental-litoral como en el cívico-político- de su carácter relicto, es decir, de excepción libre en un litoral ya ocupado desde hace tiempo.




Ni que decir tiene que actuar contra este bosquecillo va contra el espíritu y, casi, la letra de la Ley de Costas de 1988 (que es verdad que en tiempos del innombrable ministro Arias Cañete sufrió hachazos y humillaciones de envergadura), que se interesa en sus artículos 3 y 4, tanto de la Ley como de su Reglamento, por los elementos fisiográficos del litoral en la franja contigua al dominio público: arenales, humedales, acantilados... Faltan enumeradas las masas boscosas, que es lo que, en un gesto de imaginación y gallardía, debiera hacer el Ayuntamiento de Cartagena... Los “manuales” de uso común en la defensa del litoral suelen establecer que, en orlas costeras de densa ocupación urbano-turística, es necesario habilitar, interponer o preservar al menos un tercio de su longitud con espacios libres, comunes o protegidos.

Se trata de superar una suerte de modelo subdesarrollado que, desgraciadamente sigue predominando en nuestro Mediterráneo, volcado en hacer del litoral un espacio productivo, de enriquecimiento privado y despojo público, recordando a los (reticentes) responsables políticos que ya es hora de aportar al interés general ganancias netas y avances que compensen la angustia del proceso imparable de enladrillado/asfaltado, que lleva al consumo y desaparición del espacio litoral. Y no son de recibo esos discursos verdosos y pringosos, faltos de toda buena intención, que hieden y amenazan, en un mundo físico que se contrae y envilece, y que ya no puede más. Y viene bien recordar que ya la Carta Europea del Litoral, aprobada en Creta en 1981, insistía en que la protección de las costas europeas era una exigencia tanto física como psíquica.




En su más que previsible pugna con el Santander, reclamando sus derechos (que la incompetencia y el baboseo de anteriores responsables municipales convirtieron en legítimos), el Ayuntamiento deberá contar con los vecinos y ecologistas, en una civilizada entente de empeños por la ciudadanía y sus exigencias inalienables. Son derechos indiscutibles, entre los cuales figuran esos, intangibles pero innegociables, del uso del litoral, con su libre acceso y al de sus dominios naturales vinculados, del disfrute salutífero del mar y sus murmullos, de la inmersión confiada en esas aguas, ese aire y esa luz... 


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