domingo, 28 de julio de 2024

Veinte respingos de la calor: (1 de 10) "Así que hemos perdido a Françoise Hardy"

 



No me había enterado, así que el aviso de mi amigo Félix -dolido, como alarmado y desasosegado- de que había muerto Françoise Hardy, me vino envuelto en recuerdos y anhelos comunes, de nuestros años jóvenes y de nuestros ideales femeninos.




Porque Félix, compañero del alma, compañero, es natural y residente en Dos Hermanas, pero sevillano universal y pegadisimo no obstante a su tierra, a lo que he de añadir su inmensa capacidad para retener las vivencias intensas e incrustadas de internos educados en invernaderos a toda prueba; y por eso tantas veces ha actuado como notario y evocador de los más notables episodios de nuestra adolescencia y primera juventud. Juntos, viviendo los intensos vínculos de compañeros de años, con nuestro grupito de íntimos -Faustino de Tortosa, Barraganes de Redondela, Arbina de Miranda de Ebro, Ceferino de Oviedo- habíamos vivido el impacto -de factura monjil y que los curas nos erigieron en modelo- de la Gigliola Cinquetti vencedora de San Remo 64, con aquel dulzón y pegadizo Non ho l’età (per amarti…). Casi al mismo tiempo tuvimos que sufrir el natural desgarro, con mucho de traición imperdonable, cuando nuestra Ana María de Dinamarca fue raptada por el griego Constantino, que la desposó llevándola de reina a Atenas y, pocos años después, a la miseria política por haber consentido -el monarca, claro- el golpe de los coroneles de 1967. Algunos años más tarde, separados, pero en amistosa y nostálgica comunión, nos intercambiamos nuestros sentidos pésames cuando otra de nuestras referencias platónicas, Carolina de Mónaco, se casó con aquel play boy de Junot, que tanto la hizo sufrir.

Intercambiando con Félix nostalgias y emociones a cuento de nuestra finada Françoise y de su inmortal Tous les garçon et les filles (de mon âge…), de 1962, tuve la (imperdonable) malicia de informarle de que yo había conocido a la Hardy e incluso le había hecho una mini entrevista en fecha tan lejana como octubre de 1966. Cosa que él no sabía (nos habíamos separado dos años antes, cuando se cumplió nuestro ciclo leonés: él marchó a Barcelona y yo a Madrid para seguir, también con salesianos, la Formación Profesional) y por lo que me expresó su sana envidia, condescendiendo con mi maldad y aceptándola con su bien conocida -generosa, literaria, ilustrada- amistad.

Ese Tous le garçons… lo llevaba yo en el alma desde que, reiterada y machaconamente, sonara por los altavoces del estadio Vallehermoso de Madrid, donde en mis primeros años capitalinos corría yo los 100 metros lisos y los 4 x 100, con frecuentes competiciones madrileñas y nacionales. De ahí la emoción de mi encuentro con musa tan sugerente y admirada. Esto es lo que le conté a mi amigo -sin faltar, vive Dios, un ápice a la verdad y al registro de la Historia- sobre aquel momento tan fausto que sorpresiva e inmerecidamente experimenté. Había recalado yo ese día por los estudios de TVE en Prado del Rey para hacerle una entrevista a mi primo Paco Rabal, que sabía yo que estaba grabando el Don Juan de aquel año. Me habían apremiado en la revista En Marcha, de los colegios salesianos de España, a cuyo director le gustaban mis trabajillos de (jovencísimo) entrevistador. Y como sucediera que la grabación se atascaba en la apoteosis final, con Paco de pecador arrepentido y Conchita Velasco de Inés guapísima y refulgente, mi primo acabó diciéndome que no era el momento y que sería en Navidad cuando me buscaría en Águilas para la entrevista; porque además a la mañana siguiente cogía el avión a París para aquel memorable contrato con Buñuel de dos años (y así fue, juntándonos en la Pascua para comer, en la playa del Calypso, escribiendo él mismo las respuestas a mis preguntas).

Pero a lo que iba es a lo de la Hardy. En efecto, mientras remataban aquel Don Juan con actores tan brillantes, y pululando yo por los pasillos haciendo tiempo (Paco me llevaría a mi casa a las tantas), hete aquí que llegó a mis oídos un cercano tumulto que al poco se convirtió en presurosa expedición, a la que sentí el impulso de salirle al paso, no sé muy bien por qué. Y entonces fue cuando la vi.

Françoise ceñía su espigada, si bien menuda, silueta con sedoso peplo de vestal virginal, que ocultaba secretas curvas y sobre cuya espalda caía una larga, lacia y muy helénica cabellera rubia. Caminaba, rauda y discreta, entre el nutrido grupo de colaboradores y gente de TVE, camino de uno de los platós para grabar su programa. Por una vez (siempre, ante lo súbito, he sido tardo y torpe) tuve claro que tenía que dirigirme a ella y decirle algo, y además algo que me sirviera de entrevista, ya que aquel día que buscaba a Paco me sentía periodista y debía serlo todo el tiempo; y esto, en muy escasos segundos. Así que presioné mi cerebro, reconduje mi excitación, me abrí paso ante la -supongo- sorprendida y sin duda condescendiente envoltura de acompañantes, afilé mi francés de segundo y tercero de Bachillerato, asumí que tal momento exigía una actuación digna y a ser posible trascendente, y tras decirle que hacía entrevistas para una revista juvenil su mirada me atravesó, y acompañó su gesto, parco e indulgente, con un ¡alléz! apremiante que interpreté como obsequio de diosa olimpica . Y le pregunté si había para ella algo más importante que la canción, a lo que contestó, sin traslucir duda alguna: ¡Ma vie privé!; que seguramente equivalía a un “confórmate con esto y no me hagas llegar tarde”, pero que me supo a justo premio por tan singular proeza.

Mudo de la emoción quedeme, dejando paso al grupo, contra aquellas paredes en un momento convertidas en testigo de mi gesta y tomándome mi tiempo para asimilar la gravedad de la efeméride sobrevenida. Excuso decir que tan directas, pese a breves y terminantes paroles, me sentaron a gloria, y que allí mismo me asaltó la (incuestionable) convicción del brillante augurio que adquiría, con aquel encuentro, mi futuro de reportero.  


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