jueves, 4 de enero de 2024

Contra Occidente

 

Por  Pedro Costa Morata


La masacre de civiles que lleva a cabo el Estado de Israel en la Franja de Gaza, que supera los horrores conocidos hasta ahora en esa tierra mártir de Palestina, es el resultado de una estrecha y larga colaboración de Occidente con el poder judío-sionista. Los ciudadanos de un mundo abrumado por guerras, mentiras y amenazas, no debiéramos dejar para después cuando de criticar se trata, con tino y dureza, a este Occidente que se empeña en llevar a la Humanidad al desastre. Hace mucho, muchísimo tiempo, que Occidente gira, para sí y para el resto del mundo, en una rueda de catástrofes que mejor habría que decir de traiciones ya que, pese a ensimismarse en sus ganancias e influencias, nunca desconoce el mal que expande.




El panorama internacional actual e inmediato es, para los occidentales europeos y españoles, el de una Europa pretenciosa, militarista, antirrusa y prosionista, renovadamente colonial o neoimperial, fundida en la armadura de una OTAN pendenciera. Una Europa decadente que ha secuestrado cualquier posibilidad, tras la Segunda Guerra Mundial, de enderezar su rumbo y ofrecerse al mundo como potencia colectiva dispuesta a contribuir, clara y lealmente, en la mejora y la recomposición de un mundo necesitado de paz y colaboración.




Lejos de lo cual, vieja y reincidente, se ha reconvertido para peor en esa Unión Europea (UE) occidentalista que actualiza, reforzándolas, sus abusos y malandanzas, tanto hacia sus propios pueblos, acostumbrados a su papel de rehenes tantas veces voluntarios, como hacia el ancho mundo, al que nunca deja de considerar subsidiario, inferior y deudor. En su actual forma exclusivista, la UE sigue obsesionada en la conquista y el dominio de nuevos mercados, renovándose como sempiterna potencia expoliadora y lanzándose en las últimas décadas sobre la Europa Oriental para provocar (y desgastar) a esa Rusia que, pese a capitalista, no se pliega a su arrogancia y hostilidad, como vicarias del chulesco Imperio norteamericano. Una Europa de élites peleles, dominadas por grandes corporaciones y sus intereses económico-financieros. En la que la Alemania de siempre vuelve a conseguir esa preeminencia y esa ambición genéticas y enfermizas, causas de tantas guerras y sufrimientos de los que ella misma ha acabado siendo víctima una y otra vez.




De esas transformaciones, que llevan impreso el signo de la degradación, surgen, como otras veces, esos líderes corruptos y esas derechas ultras, violentas y reincidentes. Una Europa liberal, cobarde y corrompida que, abandona la oportunidad de establecer una alianza perdurable con la Rusia actual, cediendo a los intereses estratégicos de Estados Unidos; y que se doblega ante Israel -como hizo ante Hitler- obsequiándolo con pueblos y territorios que no le pertenecen, pero que fortalecen a la bestia estimulándola y acercando el mundo al desastre.

Los europeos, en mayor o menor grado, dejamos atrás un mundo colonial lleno de conflictos, trampas e injusticias al que, sin embargo, no cejamos en seguir extrayéndole sus recursos manipulando a sus líderes y sus políticas, amenazándolo si se nos revuelve y exigiéndole que continúe sirviéndonos, abasteciéndonos y suplicándonos. Y tratamos a la emigración creciente, resultado de haberle impuesto nuestro modelo económico, cultural y religioso, con verjas, reclusión y rechazo.

Una UE en la que los españoles jugamos la baza de ser cola de león en una España desvergonzada que, tras ser erigida por Franco en “centinela de Occidente”, no ha hecho, después, más que afirmarse y hasta enfervorizarse en ese papel, solidarizándose con las miserias y los atropellos que lustran las relaciones de Occidente con el mundo. Y aunque nos dolemos y condolemos de nuestros problemas internos, nos hemos aficionado a la bronca, el riesgo y la infamia en el exterior, provocando con las armas a una Rusia con la que no mantenemos ningún contencioso que lo justifique (remitiéndonos nuestras élites sin pudor a la pertenencia a la OTAN belicista), y nos mostramos dispuestos a buscar pelea en el Mar Rojo contra los hutíes yemeníes, solidarios con los palestinos, para defender los intereses del Israel genocida (siempre -se nos anuncia- que así nos lo pidan la UE o la OTAN).




Cuenta nos trae, vista la pendiente por la que se nos desliza, de expresarnos claramente contra Occidente, sí, y en primer lugar contra esta Europa neoliberal que nos obnubila, con su potentísimo aparato de propaganda para mejor despellejarnos, y nos miente para que renunciemos a cualquier crítica a fondo y sin miramientos. Y contra esos otros “occidentes” que, o bien surgen como apocalípticos flagelos contra la Humanidad doliente, que es el caso de ese Estado fascista de Israel, o bien despuntan, desalmados y esquizofrénicos, como serviles vasallos de quien los somete y humilla, que es el caso del Japón postbélico, por obra y gracia de la misma potencia a la que imita, sirve y se entrega desde 1945. Dos referencias en las que el Occidente originario se mira, orgulloso de sus obras, aunque supongan afrenta a la Humanidad. Por no hablar de las monarquías del Golfo, dictaduras clánicas, grotescas y blasfemas, que tienen al Islam por tapadera pero que se hicieron fieles auxiliares de Occidente y su fatum.

Contra esa economía rapaz, falsaria y antihumana, creación propia, y entusiasta de un Occidente expansivo y esclavista, calificada de clásica (¡y liberal!) pero construida en la práctica sobre la depredación, y en la teoría sobre leyes falsas, estúpidas y funestas. Una economía impuesta, siempre, a punta de espada y tiro de cañón, aunque refinada y adaptada -gracias al brillo de sus teóricos y al prestigio de sus democracias- a una más intensa y envilecida explotación de los humanos y la naturaleza.

Contra esa ciencia y esa tecnología casi siempre desarrolladas para la guerra o para la exacción, y muy pocas veces para mejorar la (lamentable) condición humana… Una ciencia que cuaja en tecnologías más y más preocupantes, por codiciosas, tramposas y alucinógenas. Pero de las que sus beneficiarios, avariciosos y exhibicionistas, se jactan de esparcir en sus convenciones de embaucamiento programado, cuando se reúnen para anunciar nuevas insidias, dándonos al tiempo y sin pudor las claves para sobrevivir en el mundo digital al que nos empujan.

Ciencia y tecnología que surgen para deslumbrarnos y que no tardan en humillarnos, pero ante las que nos sometemos y deshonramos a nosotros mismos, exportándolas para envenenar al mundo entero, tanto si se trata de maltratar el campo y las cosechas como si es cosa de reventar la tierra por una minería terrorífica, corromper los mares que nos alimentan o degradar el aire que respiramos. Y que, ni pudiendo ni pretendiendo atender al alivio de los más profundos y pertinaces problemas de la Humanidad, inciden con obsesión, en penetrar y violentar la intimidad y los derechos más esenciales del género humano.




Contra la abundante nómina de líderes y regímenes que, repartidos por el planeta, siempre hallan amparo en sus amos y protectores occidentales, especialmente si de los Estados Unidos de América se trata, pródigos en abrazos, pésames, créditos, ayudas, y obsequios a todo tipo de dictadores, sicarios y criminales, atroces enemigos de la Humanidad… Una práctica que las orgullosas democracias occidentales ni abandonan ni condenan, recurriendo además, para salvar intereses o recuperar alianzas, a la agitación antidemocrática, los golpes de Estado o la guerra subterránea.

Contra ese Occidente autocalificado frecuentemente como heredero y defensor de la tradición cultural y religiosa judeocristiana, a la que decreta como única e indiscutiblemente superior a cualquier otra, por lo que ha sido impuesta a medio mundo mediante la presión sistemática de la violencia y la necesidad; y bajo cuyos auspicios o instigación se han acumulado en la historia más sangre y sufrimiento que bajo los pretextos de cualquier otra civilización.

Contra, claro, la filosofía occidental, nunca desembarazada del todo de teologías inexplicables y reacia a reconocer su insuficiencia, incluso inutilidad, para iluminar el (dramático) destino del ser humano, que no solo el occidental, y que en las no muy numerosas ocasiones de crisis reconocida, acaba eludiendo el reto de mirarse hacia sí misma, escapando hacia la reconfortante utopía política, religiosa o tecnológica (como en el Renacimiento, cuando asistía a la conquista y el saqueo del mundo) o se enajena, gustosamente, apuntando a un progreso doctrinario e ilocalizable (como en la Ilustración, cuando asienta firmemente las bases de la obstrucción del futuro por la contaminación del planeta y la perturbación de la atmósfera, fenómenos ambos directamente deudores de la arrogancia científico-tecnológica, que llega a su culminación con aquellas Luces). Más la exaltación de la razón eurocéntrica, que no admite parangón, comparación o vuelta atrás: todo lo cual impone al mundo esta filosofía con ínfulas de universalidad y con perspectivas e interpretaciones que tienen mucho de quimera y autoprotección.

Esa filosofía, tan propia y amañada que no puede por más que engendrar y sostener un pensamiento político resabiado, que mira a su ombligo por propia conveniencia, adaptado a los intereses de explotación y dominio planetarios con teorías y creaciones que contribuyen a liberar de responsabilidad al Occidente (por ejemplo) colonial, por los abusos seculares hacia un planeta y unas poblaciones sobre los que se abatió y ensañó. Un pensamiento reduccionista y ralo, incapaz hasta hace muy poco de reconocer el magno y crítico papel de la naturaleza, lo que unos pocos, aun a trompicones, han acabado por reconocer cuando ya es demasiado tarde.

Occidente y su cerco mental, orientado a la supremacía y la exclusividad, ha trastornado nuestras mentes y conciencias, despegándonos del Otro, encarnado y revestido en personas, culturas, religiones o territorios. Y así se ha desarrollado, en la Historia, su pugna y hostilidad frente a otras culturas, políticas, economías y religiones, principalmente en relación con el Islam, pero también hacia mundos tan ajenos -pero no menos sabios, admirables y, desde luego, mucho más pacíficos, como el chino, el indio... y ese tejido asombroso de sabiduría y resistencia que llamamos, con menosprecio evidente, culturas tradicionales. Es verdad que el agresivo predominio del capitalismo de origen europeo se ha extendido a todas las culturas, corroyéndolas, como también lo es que no cesan los esfuerzos y las resistencias por salirse de la homogeneidad global que se les impone, a lo que Occidente responde de forma desabrida y excluyente.

Y puesto que de Occidente tratamos, combatamos la guerra, sus guerras, que le son consustanciales y necesarias, dados sus presupuestos violentos y dominantes, porque su “personalidad” lo lleva a un estado de guerra permanente, abierta u oculta, parcial o global, por las armas o por las insidias. Guerras cada vez más devastadoras, ya que siguen siendo el instrumento predilecto, muy elaborado, para ejercer esta “superioridad” sobre las demás culturas e historias, y al que repetidamente Occidente recurre en su avasallamiento.

Y consciente de la dificultad de imponer este relato al mundo, el propio y el ajeno, Occidente ha tenido que desarrollar y desplegar un aparato propagandístico abrumador, falaz y descarado, desde el primer momento de su conciencia de superioridad utilitaria, lo que ha tenido que incrustar en el poderoso mito de la democracia, en malintencionado emparejamiento. Un aparato propagandístico de variadas formas y alcances, con fina adaptación al tiempo y en busca de mayor efecto y éxitos, dotado inevitablemente de un malévolo despliegue del arte persuasivo y la intención aletargante. Y que emplea a una pléyade de servidores forzados, generalmente conscientes de su papel lacayo y alienante.

Por todo lo cual se hace obligado estar del lado, en principio, de todo lo que no sea Occidente, con sus males ubicuos y expansivos, y a favor de todos los que se oponen a su cinismo y su opresión, sea esta militar, económica, cultural o religiosa. Y en primer lugar, claro, contra sus crímenes incontables, lo que nos obliga, como occidentales de grado o por fuerza, a escrutarnos, sin complejo, a nosotros mismos. 


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