Milagro | LA FRÁGIL HAZAÑA DE EXISTIR |
Escrito por Ian Welden | |||||||||||||||||||
Milagro LA FRÁGIL HAZAÑA DE EXISTIR Para Maritza, musa maravillosa Por Ian Welden* Copenhague, Dinamarca- "¿Hay alguien por aquí? ¿Alguien vivo?" "Yo estoy vivo pero no puedo ver... ¡creo que estoy ciego!" "Yo tampoco puedo ver, ¿quién eres tu?" "Juan..." "Me llamo Rosa..." "¡Estoy cubierto de sangre! ¡Ayúdame!" En la distancia aparecieron pequeñas luces como luciérnagas extraviadas. Fueron aproximándose lentamente hasta detenerse ante mí. Inmensos seres uniformados de negro y armados con ametralladoras me cegaron con sus focos de neón. O sea que no estaba ciega, constaté orinándome de pavor. "¡Aquí hay dos vivos, comandante! ¡Una mujer y un hombre!" "¿Son civiles?" "Sí comandante, vea usted mismo". "Despáchelos!" Arranqué camuflándome con la oscuridad. Sus balas no logaron alcanzarme. Mis ojos se adaptaron rápidamente a la penumbra y corrí enloquecida saltando charcos de sangre y enormes cráteres humeantes. Multitudes de niños, mujeres y hombres yacían entre los escombros o caminaban lentamente aullando como bestias heridas. No vi a más soldados pero de pronto me di cuenta de que alguien corría jadeando detrás de mi. "¡Soy yo. Soy yo! ¡No te asustes por favor, Rosa!" "¿Qué quieres, por Dios!". "No me despacharon... los soldados... Cayó una bomba..." "¿Qué quieres, porqué me persigues?". "¡No te persigo! ¡Necesito estar con alguien... Tengo miedo!" Encontramos refugio entre las ruinas del Estadio Dominical. Dormí. Y no recuerdo si dormí una semana o un mes entero. Desperté hambrienta y con mucha sed. El cielo aún estaba negro, pero no se escuchaban más explosiones. Habían cientos de sobrevivientes deambulando como sonámbulos por los escaños o durmiendo acurrucados y tiritando de frío bajo los asientos semidestruidos. No habían cadáveres, pero de la oscuridad colgaba un constante murmullo, una letanía de horror casi religiosa. "Buenos días Rosa. O buenas noches..." "¡Estás herido!" "Me duele mucho la cabeza..." "Estás sangrando. Toma: amárrate mi bufanda alrededor de la herida". "Gracias. ¿Dónde estamos?" "En las ruinas del viejo campo de fútbol. El Estadio Dominical..." "No veo soldados por aquí ni se escuchan más explosiones. Pero siguen lloviendo cenizas..." "Creo que se acabó la guerra." "¿Quiénes ganaron?" "Sólo sé que nosotros lo hemos perdido todo". Un hombre gigantesco y enteramente quemado como el mismo demonio se nos acercó cojeando para ofrecerle a Juan una botella de agua a cambio de mí. En una mano sostenía la pequeña botella y en la otra una navaja. Juan rió nerviosamente ante la bizarra situación. Una adolescente con un bebé en sus brazos se interpuso entre nosotros y el hombre rogándole de rodillas que hiciera lo que quisiera con ella con tal de que su cría pudiera beber un poco de su agua. Una anciana calva como la muerte y encorvada sobre un bastón de aluminio le ofreció a la joven una barra de pan negro por la pequeña criatura. El monstruoso hombre quemado emitió un alarido de frustración y se fue cojeando hasta desaparecer rápidamente entre las tinieblas. Juan me tomó de un brazo y me arrastró hasta la salida del recinto. "Tengo escalofríos... creo que me voy a descomponer." "Hay que encontrar agua y alimentos, Rosa". "Necesito ver las estrellas... ¿Tienes dinero? "Sí, un poco. Pero no creo que el dinero tenga ya mucho valor." "Caminemos, tal vez ocurra algún milagro..." Grandes grupos de seres mutilados y hambrientos avanzaban aterrorizados como nosotros sin saber donde ir. De vez en cuando nos encontramos con silenciosas patrullas de soldaditos. Sus ojos enajenados esquivaban nuestras miradas. Sus otrora poderosos uniformes ahora ensangrentados y ajados eran tristes metáforas de una catástrofe masiva e histórica. Seguramente tenían raciones alimenticias, pero no les dirigíamos la palabra por temor y desprecio. La opresora falta de luz solar y aire nos hacía desmayar. Niños desnudos corrían en círculos gritando desolados tratando de encontrar a sus madres. Un hombre joven salió de pronto de la nada montando una vieja bicicleta oxidada vociferando a todo pulmón algo parecido a una consigna. "¡Armagedón, Armagedón! ¡El diablo ha sido derrotado y arrojado para siempre al gran lago del fuego! ¡Armagedón!" Desapareció nuevamente en la bruma seguido por una gran multitud de hombres mujeres y niños. Juan y yo decidimos apartarnos del gentío y caminar hacia el centro de la ciudad. Habían algunas luces aún y unos pocos edificios en pié evidentemente a punto de derrumbarse. Multitudes se abrían paso a codazos y bofetadas. El descontrolado griterío era ensordecedor. Tal vez porque Dios existe a pesar de todo, encontramos pan y algunos cartones de leche ya agria entre las ruinas de un pequeño mercado. Comimos con fruición como si fueran manjares de reyes y presidentes y nos sentimos revivir. Reímos como dos niños haciendo una maldad o cometiendo un pecado mortal. Luego seguimos caminando por la pobre ciudad pero no encontrando más que miseria violencia, locura y muerte decidimos abandonarla y dirigirnos hacia los viejos valles. "No creo que existan" "Tienen que existir, Juan. El valle de los Milagros, el Valle de la Paz". "¿Los cerros?" "Los lagos". "Los ríos". "Las vertientes". "Las montañas". "La cordillera". "La música..." "¿Qué? "La música, Vivaldi, Albinoni, Los Beatles..." "Los poemas!" "La luna y las estrellas!" "¡El sol por Dios! ¡El sol, Juan!" De pronto llovieron goterones densos y negros que bebimos desesperados hasta saciarnos. Encontramos un camino de barro sembrado de coches y autobuses destrozados. Habían cadáveres y cráteres de bombas por doquier y algunos postes de luz extrañamente aún encendidos. El silencio sombrío e intenso como el de un cementerio de noche era interrumpido por un lejano guitarreo y una hermosa voz de mujer. Seguimos el dulce sonido hasta que descubrimos a una adolescente sentada en el interior de uno de los autobuses tañendo una guitarra. No se sorprendió al vernos. Nos sonrió y siguió cantando con sorprendente maestría. "Sobre las faz de la tierra ya estéril no se interrumpe. Jamás se interrumpe la frágil hazaña de existir. A pesar de nuestras primitivas costumbres. De épocas ya idas y por venir. Siempre habrán trovadores de la historia Perdidos en la estrellas Para siempre jamás. Estos cuerpos soñadores Diseñados con almas y corazones Ignorando las frías inmensidades De esta esfera hostil e indiferente De este mundo a veces tan sin misericordia". Descendió del vehículo, nos entregó dos botellas de agua y se fue caminando por el barro. Juan era un buen compañero. Con su apariencia de niño herido brillaba como un destello de luz en medio de tanta oscuridad. Me cuidaba como a una hermanita menor. ¿De dónde habrá salido? ¿Quién habrá sido? Jamás lo supe. Dormimos acurrucados el uno con el otro en el autobús. Soñé con una majestuosa ciudad multicolor en cuyos techos crecían gigantescos árboles verdes que se perdían entre las nubes. Juan me despertó con una sonrisa bonachona. Traía un saco lleno de botellas de agua y de vodka, huevos, bolsas con carne salada y manzanas que había encontrado al interior de los vehículos. Comimos y bebimos en silencio sin saber si estábamos desayunando o cenando. El alcohol nos produjo de inmediato el benefactor vértigo de la euforia y lo dejé amarme sintiéndome más madre que amante. "Juan, tuve un sueño maravilloso que no te voy a contar porque podría desaparecer de mi mente". "Entonces no me lo cuentes. No quiero que desaparezca". "Gracias". "Yo también soñé. Una hormiga diminuta cargando una gigantesca ciudad de cera en su espalda y a punto de cruzar una desmesurada autopista solitaria". "¿Había luz?" "Sí. Mucha luz solar, mucho calor. Y la ciudad no se derretía". Luego de lo que nos pareció una eternidad luchando contra el barro hasta las rodillas logramos llegar a la Gran Carretera de la Desesperación. La iluminaban violentos focos de neón. Una interminable horda de seres humanos cargando bultos, colchones y muebles se dirigían silenciosos hacia quién sabe donde. Me horrorizó ver nuevamente la presencia de cientos de soldados. Uniformados enteros de negro, portando banderas grises y ametralladoras automáticas, apenas susurraban cual suspiros de hastío sus órdenes y amenazas. Uno de ellos se acercó a nosotros y sin decir una sola palabra examinó el contenido de nuestro saco de alimentos. Sonrió con satisfacción y luego nos habló en un idioma extranjero. Sacó la carne salada y una botella de agua y regresó corriendo como un niñito travieso a su puesto en la misteriosa columna. Los tristes seres nos miraban de reojo y alcancé a percibir en sus rostros cierta compasión por nosotros. Seguimos caminando en dirección contraria, hacia los valles, y extrañamente nadie nos detuvo. Ambos vomitamos de pavor y angustia pero la lluvia oscura y helada nos lavó las lágrimas, la locura y el terror. Juan me sonrió. Yo le devolví la sonrisa y le di una botella de agua iniciando así un rito sagrado. El agua compartida, bendita y vital. Sentí en mi alma que era necesario tener ritos en momentos como ese. Sin ellos la especie muere. De pronto se acabaron las luces de neón y entramos nuevamente a la oscuridad. De entre la bruma apareció un hombre viejo sentado en una silla de ruedas. Nos sonrió y nos saludó efusivamente en inglés. "Hello, hello my amigos! How do you do?" "My name is Juan, she is Rosa... What do you have?" "I have a cell phone my friends! Do you have water?" "Yes". "Ok then. Give me the water please". Juan le entregó una botella de agua a cambio del celular y el hombre volvió a desaparecer en las tinieblas. Nos sentamos a examinarlo y en la pequeña pantalla aparecieron lúgubres y grises imágenes sin sonido de multitudes hambrientas comiendo tierra. Recorrimos los distintos canales rápidamente y en cada uno se veía algo similar. Niños desnudos y famélicos siendo fusilados por gigantescos soldados y flagelaciones de mujeres y hombres que clamaban al cielo en silencio. Sin embargo pusimos el dedo en la llaga cuando en un canal una mujer rubia y muy hermosa se paseaba por entre largas mesas cubiertas de manjares y vinos exóticos cantándole "feliz navidad" a hileras de elegantes comensales. Bellas parejas bailaban riendo al son de la música y altos caballeros uniformados de gris con medallas multicolores colgando de sus impecables guerreras brindaban ensimismados por el triunfo de la muerte. Marqué desesperada varios números fortuitos y en el auricular se escucharon extraños sonidos de galaxias lejanas, fierros retorciéndose, gritos y quejidos. Una voz de hombre repetía muy pausadamente "ar ma ge dón... ar ma ge dón..." En otro número un niño solitario lloraba desconsolado llamando a su madre perdida. "¿Aló aló? ¿Quién eres tu? "¡Aló! ¿Mamá? ¿Mamá eres tú?" "Me llamo Rosa... ¿Dónde estás?" "No sé donde estoy... ¡Todo está tan oscuro!" "¿En que país estás?" "¡Mama! ¡Ven a sacarme de aquí!" "¡No soy tu mamá! ¿Cómo te llamas? ¿Aló? ¿En qué país te encuentras?" ".........................................................................................." "¡Dios mío Juan!" Desperté con la densa lluvia nuevamente golpeándome la cara. Juan me observaba en silencio. Me ofreció una botella de agua pero yo rehusé el rito. La absurda noción de que en algún lugar del planeta los Caudillos de la Muerte celebraban Navidad me llenó de ira y angustia. ¿Quién sería el niño? ¿Porqué armagedón? ¿Existiría aún el sol y la luna en algún lugar del universo? Reanudamos nuestro desesperado peregrinaje sintiendo como el minúsculo y curioso engendro de Juan revoloteaba en mi vientre cual avecilla ya loca por salir. Un súbito viento poderoso despejó la bruma por unos instantes dejando ver la otrora bellísima ciudad de Santa Melancolía devastada y agonizando como si hubiera sido aplastada de un sólo pisotón. Nos detuvimos a contemplarla un instante. Fue como observar un espejismo. Ahí nací yo una profunda madrugada de diciembre. Por entre sus callejuelas y rincones corrí dichosa a juntarme con mis padres a la salida de la escuela. En esa gran cerra Santa Adivinanza, ahora una insignificante joroba de cenizas, me alarmé ante mi primera menstruación y más tarde desperté alegremente al placer de mi sorprendente sexualidad. Juan leyó los pensamientos y nuevamente me ofreció una botella de agua. Se la acepté agradecida, así como ingenuamente acepté la hostia de mi primera comunión. Nos sentamos a comer huevos crudos, compartir el agua y dormir, dormir, dormir. "Tuve otro sueño muy extraño Juan. Soñé que te besaba y que de tu lengua una pequeñísima jirafa colorada saltaba a la mía". "Es que vas a tener una hija, Rosa". "Ya lo sabías". "Sí". "Y cómo te sientes con esto?" "Me siento confundido. ¡Tengo miedo!" "¡Por Dios Juan! ¿Por qué será que los hombres jamás aprenden?" Juan era una criatura extraordinaria. Taciturno como una brisa de otoño, su presencia silenciosa abarcaba todo el universo. No necesitaba hablar para ganarle terreno a la vida pero lamentablemente le tenía un amor romántico a la muerte. O tal vez un displicente apego a la existencia, como los poetas. Fui queriéndolo rápidamente y él ya me amaba antes de conocerme. No habría podido sobrevivir sin su compañía. Ahora lo recuerdo con gratitud y veneración. Ocurrió que una formidable estampida de huemules, guanacos, llamas, caballos, asnos, mulas y pumas se desató de pronto. Miles de animales en pánico perseguidos por cóndores y águilas cruzaron ante nuestros ojos cavando un túnel negro y profundo en la niebla. Juan me soltó la mano, me besó en la boca, me entregó una botella de agua y desapareció para siempre con ellos dejándome sola con su olor agridulce, el saco con botellas y el celular. Llevé su traición sobre mis hombros una eternidad. Pero me acostumbré a conversar con mi hija aún por nacer y vigilar cada movimiento de los Caudillos de la Muerte. Cuando Juanita nació perdoné a Juan. Había llegado al Océano de los Crepúsculos donde aún desemboca el Río Maravillas. Y a medidas que nuestra hija fue creciendo, la oscuridad fue disminuyendo y Los Caudillos se iban lentamente transformando en una parodia de si mismos. La última vez que los observé fue en la víspera del año nuevo. Parecían figuras de cera polvorientas e inofensivas. Y cuando el sol, la luna y las estrellas finalmente reaparecieron sonriendo en el firmamento llegamos por fin a los fértiles y magníficos Valle de los Milagros y Valle de la Paz. "¿Mamá, qué es ar ma ge dón?" "¿De dónde sacaste eso Juanita?" "De mi nuevo amiguito en el celular..." Ian Welden nació en Santiago de Chile en 1948. Estudió comunicación de masas, artes gráficas y cine en la Universidad de Santiago. En 1974 se trasladó a Barcelona donde se desmpeñó como radiooperador e interprete a bordo de un barco que hacía estudios geológicos en suelo marino de Barcelona. En 1975 emigró a Copenhague donde trabajó en los campamentos para refugiados políticos de la Cruz Roja. Aquí, entre muchas otras tareas, recopiló relatos, poemas y dibujos de exiliados de muchos países, difundiéndolos y publicándolos a través de exposiciones y revistas. En 1995 inauguró su propia exposición de artes gráficas y fotografía titulada GUERRA MUNDIAL - TERCERCA FASE, denunciando las atrocidades ocurridas en la guerra civil de la otrora Yugoeslavia. Actualmente escribe cuentos y poemas que publica en diversas revistas literarias virtuales hispanoamericanas y en sus blogs MILAGROS y FUGACIDADES. |
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