domingo, 27 de junio de 2010

ALGUNAS CRÍTICAS A LA OBRA “LOS ÚLTIMOS DÍAS DE POMPEYA”. Reseña literaria de Héctor Zabala

ALGUNAS CRÍTICAS A LA OBRA  “LOS ÚLTIMOS DÍAS DE POMPEYA”, DE E. BULWER-LYTTON

 Por Héctor Zabala ©


Los últimos días de Pompeya[1] es una obra de género realista; entendiéndose por tal a toda creación literaria que busque respetar las leyes naturales. 


En efecto, en esta obra no aparecen fantasmas ni hadas ni cosas parecidas. Si bien en el último capítulo del Libro II está el mago y sacerdote de Isis, Arbaces, “mostrándole” el futuro a Iona (una de las heroínas), el asunto no alcanza para calificarlo de fantástico. La circunstancia de que ambos se encuentren en el peculiar palacete del mago y que Arbaces intente seducir a la chica mediante el estupor y el miedo (y quizá hasta con la ayuda de algún alucinógeno), más allá de que la imagen profética después no se diera, hacen de la escena más que dudosa para considerarla de género fantástico.
La novela intenta mostrarnos cómo era la vida de los antiguos romanos. La trama y el desarrollo son buenos, aunque por momentos el relato se torna un tanto pesado, cosa no necesariamente atribuible a la manera de escribir del siglo XIX; máxime que para 1834, época en que fue escrita, ya había literatos de pluma muy grácil como Edgar Alan Poe, sólo por dar un ejemplo.
Pero más allá del estilo del autor, que fue objeto de crítica por muchos, he hallado varias inexactitudes en esta obra de Edward George Bulwer-Lytton, cuya historia se desarrolla en Pompeya (Campania, Italia) durante el año 79 de nuestra era. El 24 de agosto de ese año la erupción del Vesubio destruiría esa ciudad junto con la de Herculano.
Estas inexactitudes deberían servirnos de alerta sobre el peligro que corre un autor que intenta una novela histórica o de trasfondo histórico sin estar suficientemente informado.


Las inexactitudes de la obra:

1) “...un hombre de aspecto serio y de elegante porte, con el que se había encontrado dos veces en su camino, le dirigió una mirada dubitativa y le tocó el hombro:
–Apaecides –dijo, haciendo un gesto rápido con las manos, que era la señal de la cruz.” (Libro I, capítulo VIII)

El texto no expresa con claridad si el cristiano Olintho hace la señal de la cruz en dirección a Apaecides o si la hace para sí, pero tanto en un caso como en otro estaría fuera de contexto histórico (los primitivos cristianos no la practicaban) y además no tendría ningún sentido. Apaecides no era todavía un catecúmeno (postulante al bautismo cristiano) sino un sacerdote de Isis. Tampoco tendría lógica que Olintho se persignara para alejar un supuesto mal (a modo supersticioso) porque su intención era la de charlar amigablemente con Apaecides sobre la doctrina cristiana.
La primera referencia a la señal de la cruz data recién del año 230 y la debemos a Tertuliano. No hay constancia histórica de que los cristianos de los dos primeros siglos utilizaran ese rito, introducido tardíamente en el cristianismo. Tal práctica no se encuentra en el llamado Nuevo Testamento ni en otros textos de escritores cristianos de los siglos I y II. Incluso el propio Tertuliano refiere que aun en su tiempo se la practicaban a los candidatos al bautismo, quienes eran marcados con una señal de la cruz en sus frentes durante la formación de su catecumenado. Tertuliano no dice que tal rito se lo practicara el cristiano a sí mismo sino que más bien se lo practicaba a otros y en esa sola circunstancia especial. La idea era la de bendecir, antes que la de persignarse. De todos modos, esto ocurría en el siglo III, nunca tan temprano como a fines del siglo I, época en que se sitúa la novela.

2) El egipcio Arbaces, sacerdote de Isis, trata de convencer a su discípulo Apaecides de que el cristianismo es un plagio:
“–Esa fe –comenzó– es un plagio extraído de una de las muchas alegorías inventadas por nuestros sacerdotes antiguos. Observa –añadió, señalando un rollo de pergamino– en estas viejas imágenes el origen de la Trinidad cristiana. Ahí tienes representados tres dioses: Dios, el Espíritu y el Hijo. Date cuenta de que el epíteto que se aplica al Hijo es el de “Salvador”. Fíjate también que el símbolo en que se resume su calidad humana es una cruz. Aquí tienes la mística historia de Osiris, cómo fue condenado a muerte, cómo fue enterrado y cómo, causando un asombro general, resucitó de entre los muertos...” (Libro II, capítulo IV).

La comparación con el misterio de Osiris es muy ingeniosa, pero el inconveniente estriba en la palabra Trinidad y en la idea misma. El término Trinidad no se encuentra en la Biblia, por lo que es muy improbable que los primitivos cristianos conocieran la idea. De hecho la palabra es de origen latino, es decir ni hebreo ni griego, idiomas originales de tales escrituras. Además la Trinidad no fue establecida como doctrina cristiana en el siglo I sino mucho después.
Más allá de que algunos aseguren, sin fundamento fidedigno, de que la Trinidad era una verdad incuestionable entre los primeros cristianos, la realidad histórica determina que el tema fue planteado por diferencias doctrinarias tan tarde como en el siglo IV y que se necesitó que un emperador todavía pagano (si es que alguna vez lo bautizaron [2] ), Constantino I, el Grande, ordenara un concilio para decidir sobre la naturaleza de Dios, pues la grey cristiana estaba fuertemente dividida en ese tema fundamental.
Fue en el Concilio de Nicea (año 325) que se discutieron las posturas del trinitarismo y del llamado arrianismo. La primera defendida por el obispo Alejandro y el diácono Atanasio, ambos de Alejandría. La segunda, por el presbítero Arrio, de Alejandría, y el obispo Eusebio de Nicomedia.
El concilio, al que asistieron más de trescientos obispos, quedó dividido en tres corrientes doctrinarias:
a)    La trinitaria, que decía que Padre e Hijo eran de la misma sustancia y ninguno precedía al otro en existencia.
b)    La arriana, que afirmaba que eran de naturalezas distintas y que el Padre había precedido al Hijo, pues éste había sido creado por aquel.
c)    La semiarriana, que defendía una postura intermedia: ambos serían de la misma naturaleza y si bien el Hijo no habría tenido un inicio temporal igual debía considerarse al Padre como precediéndolo en existencia.

La mayoría del concilio se inclinaba por la postura c), pero finalmente el emperador Constantino se decidió por la postura a), con el fin de evitar un cisma que probablemente perjudicara la estabilidad del Imperio. Como Arrio y Eusebio se negaran a firmar, su doctrina fue declarada herética y se decretó la quema de sus libros. Más tarde fueron perdonados y les fueron devueltos los honores eclesiásticos pero Arrio entretanto murió en circunstancias extrañas.
Como vemos, muy lejos estaban los primeros cristianos de tener como credo absoluto el de la Trinidad, aun ya avanzado el siglo IV. En el siglo I, época en que se sitúa la novela, ni siquiera se había planteado el asunto, razón por la que el egipcio Arbaces no habría podido decir lo que está entrecomillado.

3) El autor narra una reunión de cristianos a la que asiste Apaecides en calidad de observador o de curioso, conducido por Olintho:
“La puerta se abrió. Doce o catorce personas se sentaban en un semicírculo, en silencio, al parecer absortos en sus pensamientos; en la pared opuesta se veía un crucifijo toscamente tallado en madera.
Cuando Olintho entró, levantaron todos la cabeza sin pronunciar palabra. El propio nazareno, antes de aproximarse a ellos, se arrodilló súbitamente, detuvo su mirada en el crucifijo y comenzó a mover los labios, dando a entender a Apaecides que estaba orando. Realizado este rito, Olintho se dirigió a la congregación...” (Libro III, capítulo III).

El origen del crucifijo data del siglo VI y ni siquiera se conoció inmediatamente en territorio italiano, pues su creación se debe a artistas bizantinos muy posteriores a la caída del Imperio Romano de Occidente. No hay ningún objeto de este tipo de los siglos I al V hallado por los arqueólogos ni tampoco referencia bibliográfica alguna de que tal objeto se usara antes del siglo VI.
En cuanto a la cruz como símbolo (sin la representación del cuerpo de Jesús de Nazaret) data de época menos tardía (siglo III o IV), pero muy posterior al año 79 en que se sitúa la novela. La cruz era en aquel tiempo todavía un elemento oficial de tortura y ejecución, instrumento para nada simpático entre los antiguos. La cristiandad tardó bastante en decidirse a adoptarla como símbolo sagrado.
En cambio, sí había distintos tipos de cruces en otros cultos. Por ejemplo entre los hinduistas (esvástica), budistas (sauvástica), egipcios paganos (gamada), etc., pero correspondían siempre a símbolos religiosos no cristianos. 

4) Nydia, la tesalia ciega, le dice en privado a su amigo y protector Glauco, el ateniense:
“...¡Oh, háblame de Grecia! Aunque sea una pobre tonta, te comprenderé. Y creo que de haber permanecido en aquellas tierras, de haber sido una joven griega cuyo feliz destino hubiese sido amar y ser amada, yo misma, con estas manos, habría armado a mi amante para luchar en un nuevo Maratón, en una nueva Platea...” (Libro III, capítulo IV).

Estas palabras proponen la liberación de Grecia, que por entonces (siglo I) era territorio del Imperio Romano, pues Nydia hace un franco paralelismo con la invasión que sufrieran los griegos cinco siglos antes a manos de otro imperio: el Persa.
La frase es muy patriótica y poética, pero dicha a un ateniense suena tragicómica en boca de una mujer de Tesalia. Máxime cuando ambos contertulios no podían ignorar el triste papel que le tocó a esa región en las guerras médicas, época a que se refiere la ciega. Los tesalios, justamente por estar al norte del estratégico desfiladero de las Termópilas, no sólo no se aliaron a los atenienses y espartanos para defender el país sino que encima debieron unirse a los numerosos invasores extranjeros. Difícilmente una tesalia real hubiera tenido cara para expresar lo que el autor le hace imaginar y decir a su personaje Nydia.

5) Un diálogo entre un viejo cristiano, Medón, y el recién bautizado Apaecides se desarrolla en parte así:
“–¿Es cierto, como dicen, que tú viste el rostro de Cristo? [dice Apaecides]
–El rostro que resucitó de entre los muertos. Has de saber, joven prosélito de la verdadera fe, que yo soy aquel sobre el cual has leído en los pergaminos de los Apóstoles. En la ciudad de Naím, en la lejana Judea, vivía una viuda, pobre de espíritu y de corazón entristecido, porque de todos los alicientes que existen en esta vida sólo le restaba un único hijo. El hilo que unía a la mujer con la vida quedó roto y el aceite se secó en las vasijas de la viuda. Colocaron el cadáver en el féretro y, ya cerca de las puertas de la ciudad, donde la multitud se amontonaba, el silencio prevaleció sobre los lamentos funerarios, porque el Hijo de Dios pasaba por allí. La madre, que seguía al féretro, lloraba... El silencio, y todos los que miraban se daban cuenta de que su corazón estaba destrozado. Y el Señor se apiadó de ella, tocó con sus manos el féretro y dijo ‘Levántate y anda’. Y el muerto resucitó y vio el rostro del Señor. ¡Oh, qué expresión más serena y solemne..., qué inexpresable sonrisa..., qué mirada llena de comprensión y ternura, llena de la benignidad de Dios, había en sus ojos, que disipaban las sombras de la tumba! Me levanté y hablé. Estaba vivo y me lancé a los brazos de mi madre. Sí, yo era un muerto redivivo. La gente gritó, las trompetas funerarias entonaron alegres canciones y por doquier se oía el mismo grito: ‘Dios ha visitado a su pueblo’. Yo no pude oírlo..., no sentía nada, no veía nada, excepto la faz del Redentor.” (Libro IV, capítulo IV).

La narración es muy conmovedora y repite parte de lo dicho por el discípulo Lucas en el capítulo 7 de su evangelio (aunque el evangelista no nombra a ningún Medón), pero adolece de un defecto imperdonable que no podía haber cometido un natural del lugar, como era el hijo de la viuda: Naím no quedaba en Judea.
La aldea de Naím [3] estaba en Galilea, a muy corta distancia de Nazaret. Para llegar a Judea, había que atravesar todo el distrito de Samaria y los antiguos eran muy puntillosos en estos asuntos de geografía. El caso es tan absurdo como si un natural de Buenos Aires dijese en Estados Unidos que la capital de Argentina está en la Provincia de Córdoba. La confusión del autor quizá provenga de que en el libro de Lucas se dice al final de la anécdota: “Y estas noticias respecto a él se extendieron por toda Judea y por toda la comarca” (Lucas 7:17). La expresión se extendieron no significa que dicha aldea estuviese comprendida en Judea sino que apunta a señalar que la fama de Jesús de Nazaret se difundía por las regiones cercanas.
El otro asunto, también inconcebible, es que el personaje habla de los pergaminos de los Apóstoles. Éste es un error que tampoco hubiera podido cometer un cristiano del primer siglo, versado en las escrituras. La anécdota de la viuda de Naím sólo se encuentra en el evangelio de Lucas, pero Lucas no fue apóstol de Cristo. Era un médico, discípulo cristiano como tantos, pero nunca apóstol. Es más, Lucas ni siquiera conoció a Cristo directamente. Todo lo relatado en su libro le fue contado por terceras personas (ver Lucas 1:1-4).

6) En los funerales de Apaecides, el narrador dice:
“Seguían después los sacerdotes de Isis, descalzos, con sus níveas túnicas y agitando hojas de maíz...” (Libro IV, capítulo VII).

Sabíamos que los antiguos romanos habían alcanzado una gran extensión territorial, ¡lo que no sabíamos era que entre tanta conquista también habían descubierto América quince siglos antes que Cristóbal Colón!
El párrafo es absurdo. El maíz (Zea mayz) es una planta gramínea de origen americano. Y ésta es la razón de por qué no se la nombra nunca en obras clásicas de la Antigüedad ni del Medioevo, tales como La Ilíada, La Odisea, la Biblia, Las mil y una noches, etc. Sencillamente, el maíz era desconocido en el Viejo Mundo antes del siglo XVI.

7) Después del arresto de Glauco, uno de los personajes dice en un diálogo:
“–...Dudo que esos nazarenos fuesen tan tolerantes, en caso de que su doctrina se convirtiera en religión estatal, si cualquiera de nosotros patease las imágenes de sus deidades, blasfemase de sus ritos o negase su fe.” (Libro IV, capítulo XVI).

Quien habla es un romano pagano, pero es obvio que parece un escritor cristiano de tiempos posteriores. Jamás un pagano del primer siglo hubiera podido hablar de imágenes de deidades cristianas.
Es decir, más allá de la intención del autor de hacer una ironía alegórica de lo que sería el exaltado catolicismo posterior, lo cierto es que los cristianos (nazarenos) del primer siglo no tenían imágenes en su culto y esto lo sabían perfectamente sus contemporáneos paganos. A tal punto era así, que el propio autor le hace decir a Clodio apenas unos párrafos adelante:
“–En cuanto al ateo, deberá enfrentarse sin más armas que sus manos al formidable tigre...”
Al decir “ateo” se refiere al cristiano Olintho. Los romanos de aquel tiempo llamaban ateos a los cristianos porque para ellos era inconcebible que un acólito creyese en un dios sin estatua. La deducción era simple: para los paganos si no había representación física, no había tal dios; ergo, eran ateos, no creían en nadie. [4]

8) Hay un largo párrafo en ese mismo capítulo XVI del Libro IV que es una especie de diálogo interior pues entremezcla hechos con pensamientos de Glauco. Casi al final del párrafo se dice:
“...Y, sin embargo, ¿quién hasta el final de los tiempos, mucho después de que su cuerpo se reintegrase a los elementos, iba a creerle inocente y a defender su buen nombre? Al recordar su entrevista con Arbases y los muchos motivos de venganza que concurrían en el corazón sombrío de aquel hombre terrible, ¿no era lógico creer que era la víctima de algún ardid misterioso y bien elaborado, cuyo origen y huellas intentaba descubrir sin éxito? Este pensamiento le absorbió [a Glauco] más que ningún otro. ¿Y en cuanto a Iona? Arbaces la amaba: ¿podía su rival haber provocado su ruina? Su noble corazón se vio más atormentado por los celos que por el temor. De nuevo, emitió otro lamento.”

En ese momento Glauco todavía no había adoptado el cristianismo. Era un griego pagano que vivía en Pompeya. Ni siquiera había hablado aún con Olintho. ¿Cómo iba a pensar en el final de los tiempos? Este concepto proviene del cristianismo (o, si les parece mejor, de una concepción cristiano-judaica); no consta en la antigua religión grecorromana.

9) Sosia, esclavo del egipcio Arbaces, dice a Nydia en un diálogo:
“–No me tientes. No puedo liberarte. Arbaces es un amo espantosamente severo. ¿Quién sabe si acabaría alimentando a los peces del Sarno? Ay, entonces todos los sestercios del mundo no podrían devolverme la vida...”

Hasta aquí muy bien. Pero el autor arruina todo cuando le hace decir inmediatamente:
“Mejor ser un perro vivo que un león muerto.” (Libro IV, capítulo XVII).

La ingeniosa comparación del perro y del león se encuentra en el libro bíblico de Eclesiastés (capítulo 9, versículo 4). No era un refrán romano ni griego y la Biblia todavía no estaba difundida entre los no cristianos de la antigua Roma. Mucho menos después de la destrucción de Jerusalén (año 70). El llamado Antiguo Testamente era absolutamente desconocido entre los paganos del primer siglo; mucho más para un esclavo como Sosia que no tenía ningún contacto con los seguidores de Cristo.

10) En un momento, el narrador escribe:
“...En aquel momento, volvieron a oírse desde el palacio iluminado los dos versos más rotundos de la canción de los juerguistas:
            Nos importa un rábano los dioses
            y no los aceptamos en la vida.
Y antes de que murieran estas palabras, los nazarenos, impulsados por una súbita indignación, eliminaron el eco del canto pagano con las estrofas de uno de sus himnos favoritos, que entonaron a voz en cuello.” (Libro IV, capítulo XVII).

Más allá de que el posterior himno que se transcribe no se encuentre en ninguna escritura bíblica ni libro de cristiano primitivo alguno y es una obvia creación del autor (lo cual es perfectamente válido en literatura), los juerguistas simplemente hablaban de los dioses como género y con seguridad de sus propios dioses paganos. Los cristianos eran apenas un puñado de hombres, insignificantes para que unos borrachos se acordaran de ellos y de su Dios. El propio autor habla de unos catorce en una reunión en Pompeya (ver lo trascripto en el punto 2), ciudad que tendría entre diez y doce mil habitantes.
Pero hay otro problema mayor: es muy poco creíble que un grupo cristiano del primer siglo se dedicara a desafiar de ese modo a unos juerguistas en medio de una ciudad hostil.
Los cristianos primitivos eran valientes cuando debían serlo, pero no hay constancia histórica de que fueran imprudentes. No se ponían a discutir o a desafiar de la forma en que lo presenta el autor. No hacían de su fe una competencia, sólo les interesaba predicar y llevar a la gente lo que entendían como la palabra de salvación. Usar un cántico cristiano para tapar una canción denigrante hacia dioses ajenos (además de promotora del vino y del amor carnal) está fuera del contexto histórico. El propio Jesús de Nazaret les había recomendado: sean inocentes como palomas pero cautelosos como serpientes (Mateo 10:16). 

11) Un detalle inadmisible es que Nydia pudiera escribir, si bien lo hizo con un punzón sobre una tablilla de cera y no con tienta. Quizá el hecho en sí no sea tan sorprendente si nos atenemos a que los padres hicieron por la educación de esta niña ciega todo lo que estuvo a su alcance (Libro IV, capítulo XVII). Lo verdaderamente extraño es que Nydia pudiera hacer un escrito tan largo como el que aparece en el Libro V, capítulo III: unas mil cien letras en castellano, que no supondrían muchas menos en griego.

12) En el circo el director del espectáculo hace luchar a los gladiadores dos veces en el mismo día (Libro V, capitulo II). Esto es claramente absurdo. Una lucha de ese tipo, contra otro profesional de nivel similar, implicaba un esfuerzo agotador.

13) El autor narra lo siguiente en el apogeo de la erupción del Vesubio:
“El aire se mantuvo tranquilo durante unos minutos; la antorcha de la puerta refulgía en la lejanía. Los fugitivos aligeraron el paso, llegaron a la puerta, pasaron junto al centinela romano y el resplandor de la luz iluminó su rostro lívido y se reflejó en su brillante casco, sus duras facciones permanecían serenas en medio de tanto horror. Permaneció inmóvil y erguido en su puesto.”

Hasta aquí muy bien, pero el autor “la embarra” con lo que sigue:
“Aquella hora de dura prueba no había alterado la maquinaria que regía la mayestática crueldad del sistema romano y que anulaba la iniciativa racional y la libertad del hombre. Y allí siguió, ajeno a los elementos desencadenados, porque no tenía permiso para abandonar su puesto y ponerse a salvo.” (Libro V, capítulo VI).

Esto es melodrama puro. Echarle la culpa de la posible muerte del centinela al “cruel” sistema romano es absurdo, máxime de parte de un escritor que era a la vez un político. Cualquiera que haya hecho el servicio militar sabe que esto es así y que lo fue siempre, antes y después de los romanos, y sin importar que el centinela esté sirviendo al rey más déspota de todos los tiempos o a la república más democrática del mundo: un centinela jamás puede abandonar su puesto sin orden superior. No es un empleado que terminado el horario de trabajo tiene derecho a decir “hasta mañana”.

14) En los últimos capítulos (en especial en el VII del Libro V), Nydia pese a ser ciega atraviesa gran parte de la ciudad en medio del desbarajuste que supone la erupción del Vesubio, con gente gritando y corriendo hacia todos lados, nubes tóxicas, construcciones que se derrumban y obstáculos esparcidos por todas partes. ¿Puede ser creíble esto?


[1] Del novelista y político inglés Edward George Earle-Bulwer-Lytton, Primer Barón de Lytton (Londres, 25/5/1803 – Torquay, 18/1/1873). En inglés: The Last Days of Pompeii (1834). 
[2] La tradición asegura que Constantino I, el Grande, finalmente fue bautizado en su lecho de muerte por el propio Eusebio de Nicomedia. Es decir que un arriano habría bautizado a un pagano que fue el principal sostenedor del trinitarismo (¡oh, paradoja!). Hay que recordar también que Eusebio de Nicomedia era pariente del emperador.  
[3] La aldea de Naím (o Naín o Nein) todavía subsiste. Se encuentra a unos 10 km escasos al sudeste de Nazaret.
[4] Algo similar pasó con los españoles cuando tomaron contacto con los guaraníes: como este pueblo amerindio no tenía ídolos, lo supusieron ateo (siglo XVI). Tiempo después, los monjes jesuitas descubrirían que no era así.


Héctor Zabala es un narrador y ensayista argentino, jefe de redacción de REVISTA SESAM *, además de contador público nacional (UBA). Nació en 1946 y reside en la ciudad de Buenos Aires.
Jurado en un certamen de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE, Caseros, 2009) y en dos certámenes internacionales (2007 y 2008) de la Sociedad de Escritores de San Martín.
Premio Internacional en el III Encuentro Teórico del Género Fantástico ANSIBLE (La Habana, Cuba, 2006). Finalista en el Concurso Internacional de Minicuento Fantástico “miNatura 2006” (Madrid, España). Tres Primeros Premios Nacionales (SESAM 2005, Poetas del Encuentro 2005 y 2008). Cuatro Menciones Nacionales (SADE-Escobar 2006, OPYC 2005, Poetas del Encuentro 2006 y 2007).
Unas treinta revistas literarias de varios países han publicado en Internet o en papel sus cuentos premiados o reeditado algunos de sus artículos.

* publicación literaria virtual con miles de lectores en 59 naciones (http://www.sesamweb.com.ar/)

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