miércoles, 27 de agosto de 2025

¿Recuperar la forma humana?

 

 Por Amador Fernández-Savater                   Investigador independiente, activista, editor, 'filósofo pirata'.



Una conversación con Santiago Alba Rico



     Siempre me interesa leer a Santiago Alba Rico porque pone el ojo de la reflexión en lo que podríamos llamar “la dimensión antropológica” de la política. Lo que se puede y lo que no se puede hacer políticamente está vinculado a la configuración misma de lo humano en cada situación: lo que sentimos, lo que percibimos, lo que deseamos. No hay autonomía posible de la política con respecto a la piel.

¿En qué nos estamos convirtiendo hoy en día?, se pregunta Alba Rico en este artículo reciente sobre la transformación molecular hacia el fascismo. Hay una “hegemonía caníbal” en construcción, en España y en todo el Globo, la de un tipo humano que podemos reconocer por sus opiniones brutales sobre Gaza, el wokismo o el cambio climático. Esas opiniones son, según Alba Rico, la expresión de algo más profundo, la espuma de una ola de fondo, la experiencia de los “cuerpos separados”: miedo, frustración, odio.


Cartel de la película de terror Frankenstein. Boris Karloff, 1931.

Nuestro problema principal hoy no es simplemente el creciente autoritarismo de las élites, que lleva décadas en marcha, sino la alianza paradójica de estas élites con el malestar experimentado por los sujetos precarizados, humillados y desesperados. Esa alianza no es simplemente el fruto de una “manipulación” vertical (bulos, fake news, conspiranoias) ni se puede, por tanto, revertir con “explicaciones correctas” (pero igualmente verticales) desde una pedagogía progresista.

Hay una cuestión de cuerpos, de vínculos horizontales entre los cuerpos y los relatos. ¿De qué está hecha esa alianza y ese vínculo? ¿Por qué los discursos más disparatados prenden en el cuerpo y los afectos de los sujetos en principio menos interesados en la victoria de las ultraderechas? La reflexión antropológica sobre la política permite hacerse estas preguntas en serio, más allá de las respuestas prêt-à-porter (disponen de más dinero y más medios de comunicación, etc.).

Me distancio, sin embargo, de Santiago Alba en su llamamiento a “resistir” la mutación antropológica en marcha. Resistir es hacer pie en algo que aún aguanta y desde ahí ofrecer un obstáculo a la corriente dominante. Podemos encontrar un “puerto”, dice Santi, donde refugiarnos del naufragio civilizacional, recuperar quizá aún el “auto-control” y despertar nuevamente al sentido común. Recuperar la forma humana frente al devenir-caníbal, depredador y brutalista que amenaza hoy con llevárselo todo por delante.


De la globalización del brutalismo.

Pero me pregunto: ¿adónde deberíamos regresar? ¿No está el mundo desde hace 50 años (de neoliberalismo) incubando este mal? Aquí se abre una discusión sobre las fechas y los procesos, sobre la historización de nuestro presente. La transformación molecular fascista, en mi opinión, es un precipitado de medio siglo de políticas neoliberales: destrucción de la democracia como espacio abierto al conflicto igualitario, destrucción de los espacios comunes de encuentro y conversación, destrucción de la capacidad y el deseo de los sujetos de convivir con el otro diferente. Separación forzada entre los cuerpos, por decirlo con palabras de Alba Rico, quien por lo demás ha descrito este proceso en sus numerosos libros.




Ese “naufragio civilizacional” al que podemos vincular el desastre presente tiene ya varias décadas. El antídoto al mal nunca residió en las formas instituidas (democracia electoral, espacio público, ciudadanía), porque la ley siempre tuvo truco como nos enseñó a leer Kafka, sino en las potencias instituyentes que elaboraban los malestares legítimos en términos de más igualdad, de más espacios de participación auténtica, de más vínculo social entre sujetos heterogéneos. La democracia electoral se disparó un tiro en el pie al hacer de todos los “elementos ingobernables” su principal enemigo.




Escuchar en la vida cotidiana el “devenir caníbal”, advertirlo en las mínimas conversaciones, en las opiniones más disparatadas, sí, pero sin olvidar de dónde viene.

No de una distorsión cognitiva que podamos corregir con más ilustración, con más información y más datos, con más pedagogía progresista, sino de una experiencia de los cuerpos neoliberalizados durante medio siglo.

Una experiencia masiva de soledad, de humillación, de desesperación, a la que el gobierno progresista da tantísimas veces la espalda (“la economía va como un moto”) y con la que sin embargo la extrema derecha sintoniza.

No deberíamos tomarnos más en serio la impugnación radical del orden de cosas (enfado, rabia, impotencia) que está en la base de la transformación molecular ultraderechista? Y para escucharla, ¿no hay que entenderla, compartirla? No, por supuesto, la explicación que se monta sobre la experiencia del malestar, los delirios y las alucinaciones que llevan a miles de personas a adherirse a políticas que devastarán aún más el mundo, sino la legitimidad del malestar que le sirve de suelo material y sensible.

¿Se puede entender sin escuchar? ¿Se puede escuchar lo que no nos da la razón? ¿Cuánta impureza podemos soportar?

Resistir, contener, encontrar un puerto, me temo que (a la larga) está abocado al fracaso. Hay que pensar a fondo a qué está dando salida (una falsa salida, una trampa) la extrema derecha. No simplemente defender la humanidad que somos frente a la monstruosidad que viene, sino entender cómo la monstruosidad en marcha arraiga en los dispositivos instituidos de producción de la humanidad que somos.

No se trata de “resistencia” como capacidad de aguante en una trinchera bien excavada en la tierra, sino en todo caso de resistencia como creación, en el terreno de lo incierto, de lo desconocido, de lo no sabido ya. La creación de una democracia distinta sostenida sobre otra experiencia de los cuerpos, cuerpos que aprendan a decidir, razonar y convivir juntos en la diferencia en lugar de alucinar lo mismo desde su separación, otra experiencia que produzca otra humanidad. Un puerto, sí, pero flotante, móvil, inestable y sin anclajes, que no se distingue del mar.


Fuente: Ctxt

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