Para contribuir a aclarar tantas confusiones
innecesarias, admiraciones absurdas o credulidades irreflexivas sobre el
conflicto árabe-israelí, y tomando como referencia el actual episodio de furia
destructiva lanzada por Israel sobre los palestinos, propongamos, para la
interpretación de esta crisis, este Decálogo de declaraciones construido con
elementos básicos de esa realidad tan perturbadora llamada Estado de Israel.
Expresemos, a modo de preámbulo, la estupefacción que produce que la cantinela del
nutrido grupo de Estados que apoya y protege a Israel insista en su “derecho a
defenderse”, una manipulación del lenguaje que pretende ocultar hechos
incontestables para justificar, en definitiva, la insania con que expresa su
ira aniquiladora. Porque el derecho a defenderse es propio de quien es
invadido, ocupado y humillado, no del que invade, ocupa y humilla. Hamás y
otras milicias palestinas no son grupos terroristas, ya que defienden a quienes
oprime un Estado implacable y por ello lo combaten: un Estado que aterroriza
con la invasión, el sometimiento y la apropiación de territorios que no le son
propios.
1)
El Estado de Israel autoproclamado en 1948 tras la calamitosa partición, adoptada por la
ONU, de la Palestina bajo control británico, reúne visible y pertinazmente tres
de los rasgos que en todos los casos describen el fascismo como ideología y como
política: racismo, violencia y expansionismo. Hay, desde luego, otras
características que entran de lleno en el abanico de formas fascistas, pero
estas tres nunca faltan. En este caso, el racismo hacia el árabe se acompaña de
un supremacismo típicamente racial (étnico), inveterado en el sionismo
generador de ese mesianismo exclusivista del pueblo judío-hebreo. La violencia
judía ha acompañado toda la etapa de obsesiva pretensión de ese Estado, viéndose
luego envuelto en guerras continuas en relación con el pueblo palestino y los
Estados árabes vecinos (algunos de los cuales, como Egipto y Jordania, optaron
por rendirse a la realidad hegemónica israelí y pactar una paz sin honor). Y el
expansionismo territorial a costa de las tierras y bienes palestinos, así como
de suelo sirio, egipcio o libanés está presente en Israel desde su aparición como
Estado independiente.
2)
La creación del Estado de Israel como estructura política pretendidamente
representativa de una etnia concreta quiere basarse en un derecho tan
discutible como pernicioso: el de los colonos que fueron emigrando desde Europa
a la Palestina del Mandato británico durante las décadas de 1920, 1930 y 1940. Esa
estructura político-estatal se impuso contra la voluntad de la población mayoritaria
existente y por las malas artes del colonialismo británico, influido por
relevantes personajes y poderosos intereses económicos judíos; una población que
sufrió la recomposición étnica de ese territorio, la agresividad militar de los
nuevos llegados y la potencia económico-financiera del judaísmo internacional
representado en la llamada Agencia Judía.
3) En el
éxito práctico de estos “derechos”, impuestos en definitiva manu militari, figuró el oportunismo de
la simpatía internacional despertada según fue conociéndose el genocidio nazi
contra la étnica judía (junto a otras, como la gitana o la comunista...,
minusvaloradas y olvidadas), que se superpuso a la promesa -irresponsable,
supremacista- del Gobierno británico, formulada en 1917, de conceder un “hogar
judío” en Palestina a aquel impreciso, pero poderoso e influyente, grupo de
sionistas que lo reclamaba. Y así, el Holocausto, con mayúscula, ha pasado a
ser propiedad exclusiva de una etnia y un Estado, como si fuera el único habido
en la Historia y, desde luego, el “superior”.
4) Un genocidio históricamente asentado pero que no ha impedido que, en manos de organizaciones judías, esencialmente norteamericanas, haya dado lugar a una vergonzante “industria del Holocausto”, en expresión del politólogo Norman Finkelstein, entre otros analistas, en su obra homónima de 2014, en la que sobre todo ataca esa idea, tan interesadamente extendida, de que “los judíos son especiales”. Inmenso negocio montado sobre la mentira, la presión oportunista y el chantaje. La utilización, pro domo sua, de la acusación de antisemitismo lanzada por este poder judío-israelí contra cualquiera que se atreve a dudar de sus mitos y relatos, así como contra cualquier crítica hacia sus crímenes y exacciones, es otro logro que debe al allanamiento, aparentemente sin límites, de Occidente ante sus iniquidades.
5) Que este Estado se haya declarado “judío”, es decir, racial y excluyente (o sea, racista), en julio de 2018, agrava y confirma un carácter pretendidamente diferenciador, que sólo puede pretenderse en base a los imaginarios derechos “derivados” de una sostenida sucesión de mitos.
6) Porque en el fondo, profundo e insondable, de
estas reivindicaciones y de estos “derechos” -los de un Estado propio, una
compensación al sacrificio de los judíos europeos, un itinerario
histórico-religioso excepcional, etcétera- laten las insoportables pretensiones
de una etnia que pretende ser pueblo identificable y homogéneo sin motivos ni
razones claras, pero con pretensiones exageradas y estrambóticas: las de ser el
Pueblo Elegido por un Dios que se permitió, en una Antigüedad imaginada, atribuirle
lo que desde entonces se conoce como Tierra Prometida. De esta forma, y al
menos en sus aspectos mítico-místicos-históricos, aquel pueblo semítico
autolocalizado, digamos, hacia el siglo XVIII antes de nuestra era, se decidió
a construirse un Dios raro y particular, que se “permitió” designar como
preferido a un determinado pueblo de entre la extensa Humanidad (horripilante
injusticia), para obsequiarlo con una lejana tierra de otros (perturbador
regalo) a cambio, simplemente, de que le rindiera culto exclusivo y fiel
(impropia pretensión, además de provocativa, sin precedentes en la seria
teología y la rica mitología del cercano Oriente). Un pacto “confirmado” por
Yahvé a Moisés en el Sinaí, que dio paso a la arremetida y el asentamiento en
la tierra de Canaán, cuyos pueblos -como el filisteo- presentaron dura
resistencia ante esos invasores.
7) La pretendida democracia de corte occidental
de esta Estado no obstaculiza una configuración poco discutible: la de un
Estado fascista o fascistoide, que usa y abusa de este carácter y del inmenso
poder militar logrado para imponerse, tras resultar favorecido por los
imperialismos británico y norteamericano, así como por el conjunto del mundo
occidental, de cultura calificada de judeocristiana. Una democracia de fachada
que, por otra parte, nos recuerda que el fascismo es un neto producto del
capitalismo, y que puede alcanzar el poder partiendo y utilizando precisamente
esa democracia, como demuestran el caso alemán en 1933 y varios casos de
fascismo creciente en la Unión Europea actual.
8) Todo esto ha acabado presentando ante la
Historia y sus injusticias a un Estado basado en el lamento y la venganza, permanentemente
en guerra y exigiendo para sus crímenes la más completa impunidad, que logra
por el apoyo capitalista-occidental y la fidelidad a toda prueba del
guardaespaldas yanqui. Un Estado ajeno y desafiante frente al Derecho
Internacional, al que conculca sistemáticamente al amparo de un poder militar
(y nuclear) que considera condensación explícita de sus mitos fundacionales.
9) Los mismos aliados de este Estado destructivo
e implacable, que eluden describirlo y tratarlo como se merece en el marco del Derecho
Internacional, es decir, imponiéndole duras sanciones, retirando sus
embajadores, obligándole a retirarse de los territorios ocupados, etcétera,
piden en cada ocasión que se presta, el reconocimiento de un Estado palestino
como compensación a su ensañamiento con millones de palestinos desamparados;
aunque sean incapaces de definir o perfilar qué es lo que entienden por tal,
como no sea un Estado inerme, desmilitarizado y desasistido, compuesto de dos
territorios separados e inconexos: la franja de Gaza, de densidad demográfica
inhumana a la que Israel le acaba de segregar su tercio septentrional, y esa
Cisjordania en la que el dominio palestino es parcial, inconexo y discontinuo, con
control israelí en una buena parte y con miles de colonos asentados
ilegalmente, una jauría de ultras enloquecidos pero fuertemente armados, que
abusan de sus vecinos árabes porque cuentan con la protección solícita del
ejército israelí. Todo ello rodeado por un muro de 800 kilómetros que ha
encerrado a varios millones de palestinos con el benévolo consentimiento de
Occidente, es decir, de esos cínicos que promueven cada poco un Estado
palestino, sabiendo que Israel no va a consentir cambios sustanciales en este estatus
caótico y humillante, del que se beneficia y que inscribe en su historia y
destino; los mismos aliados que, con seguridad, seguirían consintiendo las
exacciones y humillaciones israelíes, de muy parecida naturaleza a las que ya
conocemos, sobre ese nuevo Estado que se propone, paródico e incapaz.
10) No, la única solución con visos de justicia y encajable en la legalidad internacional ha de ser un Estado único sobre la Palestina del Mandato británico y con dos nacionalidades o etnias organizadas y conviviendo, en igualdad, en una estructura federal. Y con la estricta vigilancia internacional, desde luego, para que el prolongado suplicio palestino, causado a medias por Israel y por Occidente, pueda terminar y ser compensado en lo político, lo económico y lo moral-histórico. Una recomposición en la que habrá de reconocerse la injusticia de aquella partición (a la que se opusieron tanto la población palestina mayoritaria como los Estados árabes de la ONU) y la necesidad de rehacer la desdichada historia que la siguió.
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