sábado, 2 de diciembre de 2023

Decálogo instructivo (pero no exhaustivo) contra el fascismo israelí

 

Por  Pedro Costa Morata

Para contribuir a aclarar tantas confusiones innecesarias, admiraciones absurdas o credulidades irreflexivas sobre el conflicto árabe-israelí, y tomando como referencia el actual episodio de furia destructiva lanzada por Israel sobre los palestinos, propongamos, para la interpretación de esta crisis, este Decálogo de declaraciones construido con elementos básicos de esa realidad tan perturbadora llamada Estado de Israel. Expresemos, a modo de preámbulo, la estupefacción que produce que la cantinela del nutrido grupo de Estados que apoya y protege a Israel insista en su “derecho a defenderse”, una manipulación del lenguaje que pretende ocultar hechos incontestables para justificar, en definitiva, la insania con que expresa su ira aniquiladora. Porque el derecho a defenderse es propio de quien es invadido, ocupado y humillado, no del que invade, ocupa y humilla. Hamás y otras milicias palestinas no son grupos terroristas, ya que defienden a quienes oprime un Estado implacable y por ello lo combaten: un Estado que aterroriza con la invasión, el sometimiento y la apropiación de territorios que no le son propios.

1) El Estado de Israel autoproclamado en 1948 tras la calamitosa partición, adoptada por la ONU, de la Palestina bajo control británico, reúne visible y pertinazmente tres de los rasgos que en todos los casos describen el fascismo como ideología y como política: racismo, violencia y expansionismo. Hay, desde luego, otras características que entran de lleno en el abanico de formas fascistas, pero estas tres nunca faltan. En este caso, el racismo hacia el árabe se acompaña de un supremacismo típicamente racial (étnico), inveterado en el sionismo generador de ese mesianismo exclusivista del pueblo judío-hebreo. La violencia judía ha acompañado toda la etapa de obsesiva pretensión de ese Estado, viéndose luego envuelto en guerras continuas en relación con el pueblo palestino y los Estados árabes vecinos (algunos de los cuales, como Egipto y Jordania, optaron por rendirse a la realidad hegemónica israelí y pactar una paz sin honor). Y el expansionismo territorial a costa de las tierras y bienes palestinos, así como de suelo sirio, egipcio o libanés está presente en Israel desde su aparición como Estado independiente.



2) La creación del Estado de Israel como estructura política pretendidamente representativa de una etnia concreta quiere basarse en un derecho tan discutible como pernicioso: el de los colonos que fueron emigrando desde Europa a la Palestina del Mandato británico durante las décadas de 1920, 1930 y 1940. Esa estructura político-estatal se impuso contra la voluntad de la población mayoritaria existente y por las malas artes del colonialismo británico, influido por relevantes personajes y poderosos intereses económicos judíos; una población que sufrió la recomposición étnica de ese territorio, la agresividad militar de los nuevos llegados y la potencia económico-financiera del judaísmo internacional representado en la llamada Agencia Judía.

 3) En el éxito práctico de estos “derechos”, impuestos en definitiva manu militari, figuró el oportunismo de la simpatía internacional despertada según fue conociéndose el genocidio nazi contra la étnica judía (junto a otras, como la gitana o la comunista..., minusvaloradas y olvidadas), que se superpuso a la promesa -irresponsable, supremacista- del Gobierno británico, formulada en 1917, de conceder un “hogar judío” en Palestina a aquel impreciso, pero poderoso e influyente, grupo de sionistas que lo reclamaba. Y así, el Holocausto, con mayúscula, ha pasado a ser propiedad exclusiva de una etnia y un Estado, como si fuera el único habido en la Historia y, desde luego, el “superior”.

4) Un genocidio históricamente asentado pero que no ha impedido que, en manos de organizaciones judías, esencialmente norteamericanas, haya dado lugar a una vergonzante “industria del Holocausto”, en expresión del politólogo Norman Finkelstein, entre otros analistas, en su obra homónima de 2014, en la que sobre todo ataca esa idea, tan interesadamente extendida, de que “los judíos son especiales”. Inmenso negocio montado sobre la mentira, la presión oportunista y el chantaje. La utilización, pro domo sua, de la acusación de antisemitismo lanzada por este poder judío-israelí contra cualquiera que se atreve a dudar de sus mitos y relatos, así como contra cualquier crítica hacia sus crímenes y exacciones, es otro logro que debe al allanamiento, aparentemente sin límites, de Occidente ante sus iniquidades.


Norman Finkelstein

5) Que este Estado se haya declarado “judío”, es decir, racial y excluyente (o sea, racista), en julio de 2018, agrava y confirma un carácter pretendidamente diferenciador, que sólo puede pretenderse en base a los imaginarios derechos “derivados” de una sostenida sucesión de mitos.

6) Porque en el fondo, profundo e insondable, de estas reivindicaciones y de estos “derechos” -los de un Estado propio, una compensación al sacrificio de los judíos europeos, un itinerario histórico-religioso excepcional, etcétera- laten las insoportables pretensiones de una etnia que pretende ser pueblo identificable y homogéneo sin motivos ni razones claras, pero con pretensiones exageradas y estrambóticas: las de ser el Pueblo Elegido por un Dios que se permitió, en una Antigüedad imaginada, atribuirle lo que desde entonces se conoce como Tierra Prometida. De esta forma, y al menos en sus aspectos mítico-místicos-históricos, aquel pueblo semítico autolocalizado, digamos, hacia el siglo XVIII antes de nuestra era, se decidió a construirse un Dios raro y particular, que se “permitió” designar como preferido a un determinado pueblo de entre la extensa Humanidad (horripilante injusticia), para obsequiarlo con una lejana tierra de otros (perturbador regalo) a cambio, simplemente, de que le rindiera culto exclusivo y fiel (impropia pretensión, además de provocativa, sin precedentes en la seria teología y la rica mitología del cercano Oriente). Un pacto “confirmado” por Yahvé a Moisés en el Sinaí, que dio paso a la arremetida y el asentamiento en la tierra de Canaán, cuyos pueblos -como el filisteo- presentaron dura resistencia ante esos invasores.




7) La pretendida democracia de corte occidental de esta Estado no obstaculiza una configuración poco discutible: la de un Estado fascista o fascistoide, que usa y abusa de este carácter y del inmenso poder militar logrado para imponerse, tras resultar favorecido por los imperialismos británico y norteamericano, así como por el conjunto del mundo occidental, de cultura calificada de judeocristiana. Una democracia de fachada que, por otra parte, nos recuerda que el fascismo es un neto producto del capitalismo, y que puede alcanzar el poder partiendo y utilizando precisamente esa democracia, como demuestran el caso alemán en 1933 y varios casos de fascismo creciente en la Unión Europea actual.

8) Todo esto ha acabado presentando ante la Historia y sus injusticias a un Estado basado en el lamento y la venganza, permanentemente en guerra y exigiendo para sus crímenes la más completa impunidad, que logra por el apoyo capitalista-occidental y la fidelidad a toda prueba del guardaespaldas yanqui. Un Estado ajeno y desafiante frente al Derecho Internacional, al que conculca sistemáticamente al amparo de un poder militar (y nuclear) que considera condensación explícita de sus mitos fundacionales.

9) Los mismos aliados de este Estado destructivo e implacable, que eluden describirlo y tratarlo como se merece en el marco del Derecho Internacional, es decir, imponiéndole duras sanciones, retirando sus embajadores, obligándole a retirarse de los territorios ocupados, etcétera, piden en cada ocasión que se presta, el reconocimiento de un Estado palestino como compensación a su ensañamiento con millones de palestinos desamparados; aunque sean incapaces de definir o perfilar qué es lo que entienden por tal, como no sea un Estado inerme, desmilitarizado y desasistido, compuesto de dos territorios separados e inconexos: la franja de Gaza, de densidad demográfica inhumana a la que Israel le acaba de segregar su tercio septentrional, y esa Cisjordania en la que el dominio palestino es parcial, inconexo y discontinuo, con control israelí en una buena parte y con miles de colonos asentados ilegalmente, una jauría de ultras enloquecidos pero fuertemente armados, que abusan de sus vecinos árabes porque cuentan con la protección solícita del ejército israelí. Todo ello rodeado por un muro de 800 kilómetros que ha encerrado a varios millones de palestinos con el benévolo consentimiento de Occidente, es decir, de esos cínicos que promueven cada poco un Estado palestino, sabiendo que Israel no va a consentir cambios sustanciales en este estatus caótico y humillante, del que se beneficia y que inscribe en su historia y destino; los mismos aliados que, con seguridad, seguirían consintiendo las exacciones y humillaciones israelíes, de muy parecida naturaleza a las que ya conocemos, sobre ese nuevo Estado que se propone, paródico e incapaz.




10) No, la única solución con visos de justicia y encajable en la legalidad internacional ha de ser un Estado único sobre la Palestina del Mandato británico y con dos nacionalidades o etnias organizadas y conviviendo, en igualdad, en una estructura federal. Y con la estricta vigilancia internacional, desde luego, para que el prolongado suplicio palestino, causado a medias por Israel y por Occidente, pueda terminar y ser compensado en lo político, lo económico y lo moral-histórico. Una recomposición en la que habrá de reconocerse la injusticia de aquella partición (a la que se opusieron tanto la población palestina mayoritaria como los Estados árabes de la ONU) y la necesidad de rehacer la desdichada historia que la siguió.


(Todo lo cual, y como sabemos, sería rechazado por Israel y sus compinches, en perfecta sintonía en cuanto atañe a la prolongación del inmenso sufrimiento del pueblo palestino.) 


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