Almaraz, Cudillero, León: recuerdos y
regresos, sal de la vida
Se acordaron de mí los rigurosos redactores de Amanecer sin Almaraz, gente del grupo ecologista ADENEX, y les envié mi prólogo con lo que más oportuno consideré dado el carácter eminentemente cronológico del libro, y que era el relato de mis zascandileos a principios de 1975 por ese pueblo, en el que ya se había iniciado la construcción de una potente central nuclear de dos reactores. El alcalde no estaba, así que continué camino hacia Cáceres capital, donde esa tarde (16 de enero de 1975) debía dar una conferencia sobre centrales nucleares en la Escuela de Formación del Profesorado de EGB (antes, Magisterio). Tengo que recordar que fue mi amigo de Águilas, Juan Ramón Cervellera, que trabajaba en esa ciudad, quien movió lo de mi presencia en ese centro, queriendo que se extendiera la inquietud que ya habíamos vivido en nuestro pueblo y que surgía en numerosos puntos de España aquejados de la misma plaga de proyectos atómicos.
Existía interés -no me atrevo a llamarlo extendida inquietud- en algunos sectores extremeños, pero nada que ver con oposición activa o actitud crítica. Unos días después contacté por teléfono con el alcalde de Almaraz, que me dijo que “todo lo ha llevado la Hermandad de Labradores y Ganaderos, incluida la contratación de los obreros”. Le hice observar que el grupo 1 disponía de autorización de construcción desde casi dos años antes y que la distancia al pueblo del emplazamiento era inferior a lo que establecía el Reglamento de Actividades Molestas, Nocivas, Insalubres y Peligrosas de 1961, ante lo que no reaccionó.
Aprovechando aquella invitación de los estudiantes de Magisterio de Cáceres, visité Valdecaballeros y Castilblanco (20 de enero de 1975), en la Siberia pacense, afectados por otra central doble, en estado de proyecto, y comprobé con desolación la actitud generalizada de aceptación, unas veces fatalista y otras basadas en “informaciones” indescriptibles. Salvaré de esta atonía al farmacéutico de Castilblanco, que me expresó sus reticencias pero que, seguramente por sentirse solo o vigilado, no podía aportar gran cosa a la revuelta necesaria.
Fueron estas mis primeras incursiones (volvería a la comarca una docena de veces) por aquella tierra de la Extremadura por nuclearizar, percibiendo desconocimiento, ausencia de alerta en sus fuerzas vivas y un ambiente cargado de malos augurios y de hechos consumados. Nada que ver con la agitación en el País Vasco, en Navarra, Aragón, Cataluña o Murcia, donde yo ya había estado, intervenido o “aprendido”. Todo eso cupo en mi primer libro en solitario, Nuclearizar España, que apareció en junio de 1976, y que recordé en la presentación del texto al que aludo, Amanecer sin Almaraz, en Madrid el pasado 12 de diciembre.
Unos días antes, desde Asturias me llegó la evocación, tan de agradecer, de mi aparición en Cudillero en mayo de 1974, cuando agitaba las costas cantábricas incitando a la rebelión en Lugo (proyecto nuclear de Xove), Cantabria (central para San Vicente de la Barquera), Vizcaya (proyecto de Ea-Ispáster) y Guipúzcoa (Deva). Ha sido Juan Manuel Álvarez del Busto, con su artículo “Cuando Asturias pudo tener una central nuclear: 1974, el año en el que Cudillero fue Fuente Ovejuna” quien, en La Voz de Asturias (19 de noviembre,) le dio por recordar cómo al solo rumor de que Hidroeléctrica del Cantábrico quería instalar una central nuclear en el espacio maravilloso de la Concha de Artedo, la corporación municipal en Pleno calificó el proyecto de “locura” y advirtió de que se opondría con total decisión.
Me enteré por la prensa y escribí inmediatamente al señor alcalde felicitándole por la decisión de los munícipes y ofreciéndole toda mi ayuda. Y cuando poco después aparecí por el pueblo (26 de mayo de 1974), según bajaba recorriendo el pueblo (en Cudillero o se baja o se sube, no hay otra) pregunté al primer viandante que encontré por cómo localizar a Del Busto, cuya crónica periodística me había alertado del caso, y cuál no sería mi satisfacción (repetida en otras dos o tres ocasiones en geografías y circunstancias muy diversas) cuando me contestó “Soy yo”. Ahora el buen Juan Manuel recuerda aquellos días, siendo “un chavalín de 22 años” que acababa de ser nombrado cronista de la villa y que, entre otras ayudas a la posición de rechazo del pueblo, recibió “visitas de personajes como el profesor, ecologista y ‘tremendo activista’ Pedro Costa Morata desde Águilas (Murcia)”. Así me describe desde los 51 años pasados, por lo que no se acuerda de que yo estaba en Bilbao trabajando para la industria nuclear, y que en trepidantes fines de semana me movía hacia el este y el oeste, pulsando los estados de ánimo y empujando a la revuelta.
Lo importante fue que la hermosa playa de la Concha de Artedo quedó como estaba (más o menos), y la osada eléctrica asturiana encajó un gol decisivo aun antes del partido. La verdad es que mediado 1974 los proyectos nucleares caían abatidos por el hacha popular (presión mediante sobre las corporaciones municipales) según aparecían en el BOE; y lo que luego sería el ecologismo español, que en esa etapa era una ofensiva antinuclear muy centrada y concreta, tomaba forma con rasgos políticos que serían indelebles en los últimos tiempos del franquismo y, con sorprendente continuidad, en la Transición y aun después.
La tercera rememoración, también de estas últimas semanas, me emociona tanto o más que las anteriores, ya que me aporta un “chute” de leonesismo con recuperaciones del alma, que es mucho, y que, resumiendo, se trata de presentar en la Casa de León de Madrid un libro mío de 1993… que mira tú por dónde renueva su actualidad y viene al pelo y al hilo de una persistente (y encendida, con razón) reivindicación de la ciudad de la Pulchra leonina (ya sabéis: esa catedral fascinante hecha milagro por obra de “la piedra, el cristal y la luz”). La indignación popular, con hartazgo, tiene que ver con la ocurrencia, mantenida y no enmendada, de sacar la estación del legendario tren de vía estrecha del centro de la ciudad para alejarla dos kilómetros: nunca se supo muy bien por qué, pero el caso es que así se hizo (quizás porque al anexionarse RENFE a la empresa FEVE, Ferrocarriles de Vía Estrecha de España, contagió a ésta el virus de su antipolítica ferroviaria, endémica desde que los directivos “renfistas” alucinan con el AVE).
Pues este tren, que une León con Bilbao desde hace un siglo y que tiene su origen y objeto en llevar el carbón de la cuenca de La Robla a la siderurgia vizcaína, cosa que ha hecho desde 1893 hasta hace nada y que por eso es llamado hullero o de La Robla, ha ido sufriendo apreturas y amenazas de cierre cada vez que los técnicos del transporte ferroviario sentían el calentón de eliminar líneas y trenes deficitarios. Estos técnicos, mejor llamados tecnócratas, son incapaces de entender la función y el valor social de muchas de estas infraestructuras porque sus cabezas suelen estar hueras de cultura y sensibilidad (y de las de sus jefes y directivos, sean técnicos o políticos, ni os cuento).
El caso es que, afectado yo mismo por rumores y malos rollos sobre el cierre de esta línea de casi 300 kilómetros que recorre gran parte de la orilla sur de la Cordillera Cantábrica, aproveché la oportunidad que me daba mi cercanía al presidente de FEVE (a quien había conocido en trabajos anteriores dedicados a la red ferroviaria de RENFE), para proponerle un estudio-guía de la línea del Hullero destacando sus valores naturales y culturales con el fin de esgrimirlos ante la que me parecía una nueva ofensiva ministerial para liquidarla. Lo que me fue aceptado con interés, permitiéndome recorrer la línea varias veces, en tren para tomar nota del mismo “en su ambiente” y en coche para completar el trabajo, desde fuera, fotografiándolo en su entorno natural y cultural. Fue uno de los trabajos más interesantes y jubilosos de la cuarentena de proyectos que desarrollé en 30 años de consultor.
El resultado fue un libro que consideré -así como quienes me lo habían encargado- muy favorablemente y que se editó en enero de 1993, en cuya autoría me acompañó Laura, una entregada bióloga que, sin embargo, trabajaba de secretaria en FEVE, pudiendo rescatarla por un tiempo. Que 33 años después la Casa de León haya pensado que es bueno y oportuno hacer una presentación pública, me alegra sobremanera. Ya he contado a los directivos de esa Casa regional que, mediado mi trabajo sobre el Hullero, el ministro de Transportes, Josep Borrell, decidió cerrar la línea alegando motivos de seguridad por deficiencias en la vía, lo que supo a intención de condenar al tren definitivamente; y a mí me dejó colgado. Fue el momento en que las Diputaciones Provinciales de León y Palencia, muy “carboníferas” (y socialistas) ambas, y curtidos sus representantes en luchas e insurgencias, le dijeron al ministro que si había deficiencias que las arreglara, pero que el tren tenía que volver a funcionar. Y así sucedió, pudiendo acabar yo mi trabajo un año después y pasando un rato inolvidable con la entrega del libro a bordo del propio tren el día friísimo del enero leonés en que -lleno de muy dignas autoridades- se reanudó el servicio.
Es decir, que este heroico tren, parte sustancial del paisaje y la vida de una veintena de comarcas montañesas de cuatro provincias, sigue siendo objeto de pifias y envites, y como es en la ciudad de León donde ahora se centra el conflicto, con una opinión pública en indignada efervescencia, los leoneses de Madrid han considerado oportuno contribuir a la lucha, y por ello mi libro superviviente volverá a comentarse y debatirse el próximo 6 de febrero. (Imposible resumir mi satisfacción, no solo por el trabajo realizado en su día y ahora reavivado, sino por arrimar mi hombro y mi emoción a la ciudad donde me eduqué.)




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