El fin de la historia, ¿el fin del arte?
A propósito de Autobiografía sin vida, de Félix de Azúa
Por Ester Astudillo
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ace ya casi dos décadas que el (in)fausto politólogo Fukuyama se colgó, huelga decir que prematuramente, la medalla de vaticinar el fin de la historia del hombre. Obviamente se equivocó. ¿Se equivoca también Azúa hoy cuando describe la era actual, en lo tocante a la estética, como la muerte del arte?
Aun no siendo en absoluto comparable al del americano en ninguno de sus aspectos –salvo tal vez en la radicalidad de sus conclusiones-, una de las bondades de este librito, Autobiografía sin vida, que si bien breve resulta de tan difícil lectura -o cuanto menos difícil comprensión- como catalogación, es el capítulo final, donde de forma clara y contundente el autor viene a justificar la escritura –y la espesura- de todo lo anterior: en él consigue sumergir al lector, por partida doble y en paralelo, en la historia de la humanidad y su civilización por un lado, y en la historia del arte por el otro. Y consigue además que esa inmersión resulte comprensible para el lector medio. ¿Cómo lo hace? Por medio de la analogía: trazando un paralelismo entre la evolución natural a la que está sometido todo ser vivo (nacimiento, infancia, madurez, senectud y muerte) y su tesis sobre el devenir del arte y su historia. No cabe duda, dada la explicitud del título, que de manera más o menos colateral está también hablando de sí mismo como humano y como ser vivo, si bien tratándose de una autobiografía el resultado no es precisamente ‘al uso’.
¿Y cuál es la tesis central del libro? Tal vez el título sea suficientemente explícito. La mirada de Azúa a lo largo de las 176 páginas es eminentemente sociológica: las 130 primeras son poco más que destellos o pinceladas fijados certeramente sobre una selección de momentos ‘cumbre’ en la historia de la humanidad –podemos intuir que también, por asociación, momentos cumbre en la biografía del autor por su significación intelectual- que sólo en el último capítulo adquieren la relevancia deseada para comprender el porqué de su salomónica sentencia, ‘sin vida’. Entendamos por ‘momentos cumbre’ acontecimientos revolucionarios a nivel psicológico en la historia humana, como pudo ser por ejemplo el descubrimiento por parte de los sapiens de que poseen una ‘mirada’ y de que el mundo está tristemente más allá de su subjetividad, aunque, por suerte, permite ser ‘representado’ (las pinturas rupestres fueron la piedra angular para la andadura de lo que se llamaría posteriormente ‘arte’). Pero entendamos ‘momentos cumbre’ también como acontecimientos políticos o históricos tales como por ejemplo, muy tardíamente ya, la Revolución Francesa y el Romanticismo, y sus derivaciones sobre la organización social, a nivel macro, y subjetiva y por ende ‘estética’, a nivel micro.
Azúa apuesta, suponiendo en el lector una erudición muy por encima de la media, por señalar que del devenir psicológico de los humanos se han derivado consecuencias tanto políticas como sociales e históricas -¿qué es la política sino historia? ¿Qué es la historia sino política?-, y a partir de todo ese conglomerado que ha venido siendo el sujeto-humano-en-sociedad se ha ido construyendo tanto el ‘producto’ artístico como el ‘concepto’ de arte. La tesis de Azúa, al cabo tampoco tan sagaz, es que el arte, siendo como es criatura humana, evoluciona en paralelo con su hacedor; de hecho no sólo el arte, es decir el producto en sí o el objeto artístico, sino el ‘concepto’ de lo que es o no es arte en un momento determinado. Así, a medida que el hombre, o mejor el ‘sujeto’, en versión ya ultramoderna, va cambiando sometido a los vaivenes históricos, políticos, sociológicos y técnicos –o mejor que ‘cambiando’ digamos envejeciendo, por facilitar la analogía-, así va cambiando también el producto, cambia –o envejece- el arte. Y envejece asimismo el ‘discurso’ sobre el arte.
Las pinturas rupestres de 300 siglos atrás representan el nacimiento del arte en estado puro, cuando no existía todavía ‘discurso’ sobre arte: el arte era uno, simple y prístino. Si bien también suponen el inicio de la decadencia, pues en ellas despunta el instante de desencanto y de frustración que merodea siempre tras todo acto creativo: el arte para suplir todo cuanto del mundo resulta insuficiente. La pintura en aquel momento de estallido, sin embargo, fue puro objeto, libre de ataduras teóricas, filosóficas y estéticas. Puro goce. Fue aquél un momento de infancia y eclosión, no únicamente para el arte –léase también ‘infancia’ para el autor, con la epifanía que supone el poderoso descubrimiento de la imagen y la imaginación-: también lo fue para la subjetividad de los sapiens, que descubrían por vez primera el espejo, la perplejidad por el mundo y el placer de ser capaz de representarlo. Descubrieron el poder de la imagen. Y se dejaron seducir por ella. El hombre aprendió a mirarse en el espejo y a representarse a sí mismo. Ahí arranca la historia del pensamiento y de la estética.
Momentos clave como ese, aparentemente tan anodino, han jalonado el devenir de los humanos, con implicaciones en efecto dominó sobre todos los campos que componen nuestra vida íntima y colectiva (sociedad, lenguaje, política, historia del pensamiento, ciencia, técnica, creación…). A su vez, tales implicaciones y cambios han propulsado otros cambios o revoluciones con nuevas consecuencias, y así en bucle. Infancia, seguida de madurez, senectud… Consabido es el final.
Fukuyama pronosticó el fin de la historia del hombre. Con someras pinceladas sobre la historia del arte que sólo el lector avezado puede cabalmente seguir, Azúa en definitiva defiende la tesis de que el arte ha muerto también, y de ahí el marcado tono elegíaco del libro –obviemos las implicaciones que para la interpretación estrictamente biográfica del texto tenga esa tesis, por otra parte tan evidentes como ineludibles. Quienes vivimos el momento actual estamos presenciando sus últimos estertores. Los cambios en el mundo resultantes del viraje del pensamiento y el arte hacia el posmodernismo, el nacimiento y el progresivo peso de la psicología en la vida cotidiana, el advenimiento de la publicidad y la sociedad de masas, la construcción del objeto de arte como mero objeto de consumo, por citar sólo unos pocos de los más recientes eventos que están catapultando nuestra civilización, han hecho mella también en el ‘lenguaje artístico’. No olvidemos que al fin y al cabo el arte no es más que eso, un lenguaje, un código, si bien sometido, claro está, a evolución.
La tesis de Azúa es que llegado es el momento también en que el arte ya no pueda ir más allá de sí mismo: si en filosofía Auschwitz representó el punto de no retorno, tras Duchamp y James Lee Byars el arte quedó también fatalmente sentenciado. Dios murió con Nietzsche. La historia murió con Fukuyama. El arte, mal que nos pese, ha muerto también, falla ahora Azúa. Muere el arte, y por ende, muere también el artista… y con él tal vez el hombre:
El arte es pura transparencia. Con este desconcierto alcanzó su verdad suprema el Arte en 1972 y pudo ya disolverse en la trivialidad de la vida cotidiana. Desde entonces ha entrado a formar parte de la ternura del caos junto con la cocina para singles, los paralímpicos, el puenting o las ONG. Y es justo que así sea.(p. 132)
Ante tan contundente sentencia quizá sólo reste desear que así sea.
Autobiografía sin vida
Félix de Azúa
Mondadori, mayo de 2010
176 páginas
Ester Astudillo es filóloga, lingüista, traductora y poeta (además de lectora voraz de los más variopintos textos).
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