La instrumentalización
de la
estética como arma arrojadiza
Reseña de Devenir
perra (Barcelona: Melusina, 2009), de Itziar Ziga
Por Ester AstudilloQ |
uienes nos autodenominamos ‘feministas’ –ergo ‘de
izquierdas’, o ‘progresistas’, aunque estos términos estén cada vez más denostados
y vaciados de un significado puramente denotativo–, feministas digo sin
especificar género, que de ambos -¿ambos?- géneros l@s hay; quienes nos
cualificamos de tal, si además acarreamos un bagaje formativo-profesional
llamémosle ‘académico’, hemos querido creer en una cierta linealidad del
devenir histórico y social, sin duda atribuible a la visión historicista del marxismo imperante. El advenimiento del
feminismo era pues inevitable –y era, además, razonable, entendido como justo,
tanto como lo era para los marxistas la dictadura del proletariado. Sin
embargo, la realidad y el paso de los años han acabado imponiéndose y
demostrando que, fueran o no inevitables, ni uno ni otro eran en modo
alguno ni en ningún caso definitivos, no ponían un punto final a la
historia, ni en los términos que postuló Marx en el s. XIX, ni en los de
Fukuyama en el s. XX.
El libro de Itzíar Ziga,
entre otros muchos alegatos, viene a reírse de la caricatura del intelectual
–por favor, léaseme el masculino como un genérico, no querría infestar este
texto con barras -o/-a– del intelectual
de izquierdas tópico y más al uso, o intelectual de despacho: serio,
sesudo, articulado, erudito, infaliblemente coherente, pagado de sí mismo,
verbalmente crítico con el sistema pero de
facto integrado en sus estructuras de poder, acomodado –por no decir
aburguesado. Los ideólogos del feminismo que han hecho Historia –con
mayúsculas deliberadas– se incluyen sin ninguna duda en ese grupo. Ha habido
desde los inicios de la modernidad una clara división del trabajo: el terreno
de las ideas, para los intelectuales; el del activismo, para los políticos… y a
partir del ocaso del s. XX yo añadiría que cada vez más para... los performers.
Pulsa en la imagen para leer mejor el texto de de la contraportada del libro
Los intelectuales
progresistas pretendían cambiar el mundo desde fuera, buscando un paradigma alternativo, invalidando las
estructuras de poder y sus mecanismos de autoperpetuación; los performers, entre los cuales espero no
errar en demasía si incluyo a Ziga, pretenden cambiar el sistema y los
circuitos interpretativos desde dentro:
no invalidando los procesos sino subvirtiendo
su interpretación –y excuse el lector mi sesudo análisis, que me asigna sin
apelación posible a uno de los dos grupos aquí descritos–: si no podemos sustituir un juego por otro… cambiemos
al menos sus reglas, parecen gritar.
Este nuevo estilo de lucha
guerrillera lleva ya décadas dejándose notar, y el rasgo común
primordial en los diversos ‘movimientos’ que se han ido sucediendo en dicha
guerrilla es una desviación del peso del discurso desde la ética en favor de la estética
–espero no ofender a nadie ni parecer excesivamente banal. En
definitiva, ha habido y hay cada vez más un desplazamiento de la lucha por el cambio
–o la revolución– y contra la base misma del sistema desde
el terreno de las ideas, en beneficio de la lucha de facto contra los mecanismos semióticos de interpretación
de los sucesos que genera el sistema.
Desde mayo del ’68 no han
cesado –aunque las bases se sentaran antes con Andy Warhol y la subsiguiente y
a mi parecer bien llamada banalización e industrialización del
arte– los movimientos contra-culturales que, fagocitados y reinterpretados por
el sistema, no acaban siendo otra cosa sino modas: las flores, el
hippismo, Californian surfing style, punks, grunge, sinister, dark, emo… La lucha contra el sistema ha dejado de ser
un terreno reservado a los intelectuales, la elite que tiene –¿detenta? – la
información y por tanto capaz de generar análisis comparativos y exhaustivos de
verdad, argumentados, serios; la lucha progresista en los
últimos 50 años, como el resto de sucesos sociales, arte incluido, se ha masificado y frivolizado, y hoy se reduce a la visibilización de la
disconformidad propia con el ‘sistema’. Toda la pulsión generada por el
malestar propio se concentra en la lucha del individuo contra la estética predominante o hegemónica, por usar un término
connotado. Aunque todos los movimientos,
para merecer tal epíteto, requieren de una cierta masa crítica, es decir, exigen la adhesión de individuos con
determinadas características comunes al grupo, y una cierta solidaridad grupal.
El libro de Ziga a mi
parecer encuadra perfectamente dentro de esta tipología de luchas anti-sistema:
el solo título, apropiándose de ese tradicionalmente insultante perra,
muestra su énfasis en la necesidad de una deconstrucción
semántica del lenguaje y de los sucesos sociales más que en la necesidad de
la abolición de dichos sucesos. Así,
apela a la necesidad de desvirtuar el significado de puta, perra,
haciendo de la etiqueta algo deseable en lugar de insultante o degradante.
El feminismo serio o intelectual pasó una etapa cierta en que preconizó la androginia
(Simone de Beauvoir, El segundo sexo) como necesaria y deseable, ni
siquiera como mal menor, sino como condición para acabar con la secular
sumisión de lo femenino a lo masculino: se construyó como algo deseable la
no-diferenciación morfológica; se construyeron como algo condenado a
desaparecer las muestras nucleares de lo tradicionalmente femenino para todo el
que pretendiera defender la causa de la igualdad sexual. Las modas unisex
–modas al fin y al cabo– de los
setenta son un buen ejemplo de ello.
En las últimas décadas en
el feminismo serio ha habido un deslizamiento también en ese sentido, se
ha repensado lo femenino desde una óptica de igualdad legal haciendo énfasis en
la necesaria salvaguarda de las diferencias morfológicas y demás diferencias
asociadas: la causa de la igualdad sexual no pasa ya por la uniformización
sino por la equiparación de derechos manteniendo y visibilizando las
diferencias inter-género, otorgándoles un cierto valor añadido y
progresivamente en auge (Helen Fisher, El primer sexo, Taurus 1999).
El feminismo de Ziga va
más allá, oponiéndose frontalmente al feminismo intelectual y
reivindicando el activismo frívolo (performance), que se mofa del
paradigma de lucha política intelectual, argumentativa, cohesionada, coherente
y explicativa, en definitiva, moderna:
aboga por una apropiación, desde un novísimo feminismo, de los símbolos
nucleares de la feminidad para defender la hiperfeminidad formal y el
eclecticismo estético con un significado... subvertido. Defiende la
construcción de la feminidad a partir de la reinterpretación de la formas
tradicionales (el color rosa, las faldas, el maquillaje, los ornamentos, las
joyas), con un resultado final posmoderno:
la deconstrucción de las fronteras de género, la abolición de la oposición
tradicional masculino-femenino, y la disociación de lo masculino y
femenino, respectivamente, respecto de la dotación cromosómica y la genitalidad:
el sexo, o género, como prefieren llamarlo l@s nuev@s feministas, es autoconstruido
y autoasignado, e independiente del signo de los genitales –que al final
y al cabo, siempre son mutilables/reconstruibles. El género así se reduce casi
más a una actitud o una pose
que a ninguna otra cosa.
Este novísimo feminismo es
cada vez menos político y ciertamente más estético, desvinculado de la lucha política
progresista global que busca –tal vez mejor en pretérito, buscaba–
un cambio radical en el sistema y un mejoramiento de las condiciones de vida extensible a todos. El feminismo de
guerrilla apunta sólo a la superficie y se ha convertido en un fin en sí mismo,
reducido a lo que yo llamo espectáculo de provocación, o a la espectacularización
del sexo. No deja de sorprenderme el tufillo algo más que anecdótico a
cierta heterofobia en este nuevo discurso que aboga por la hiperfeminidad con
una finalidad invertida. No son una ni dos ni tres las activistas de este nuevo
feminismo que refieren experiencias traumáticas tempranas con hombres,
generalmente con la figura del padre. Pero no voy a hacer de este dato el
centro de mi crítica, que, siguiendo la tradición de la modernidad, pretende
ser intelectual, coherente y explicativa.
Una de las características
que me solivianta de esta corriente es el aparcelamiento a que se ha visto
sometido el pensamiento progresista o tradicionalmente de izquierdas: divide y
vencerás, parecen frotarse las manos los derechistas de toda la vida. La
izquierda cuarteada, como en la guerra civil, cada uno con su batalla personal:
feminismo por un lado, anti-racismo por otro, nacionalismo por allá... Aun así,
este dato es también anecdótico, de naturaleza poco más que pragmática, de
forma que tampoco responde al núcleo de la mi postura crítica.
Mi principal argumento, el
de más peso –al menos en cuanto a ideario– es el esteticismo que
impregna todo el edificio sobre el que se construye este nuevo feminismo. Hay
una preocupación a mi parecer excesiva por lo que se muestra más que por
lo que se es, o mejor, se pretende hacer de lo que se muestra y de la
interpretación que un tercero haga de ello el núcleo del discurso feminista. Es
una especie de exhibicionismo incontestable, acompañado de una constante
apelación a la subversión del significado de lo que se muestra. Pero es
precisamente este necesario recurrir a la imagen, esta abogacía a una
connivencia cómplice entre quien provoca y quien interpreta –rectamente
o no, y léase rectamente como más apetezca- el objeto principal de mi
crítica. Porque, en el fondo, tan deconstruible es un sistema de interpretación
semiótica –el tradicional– como otro –el posmoderno.
Este nuevo feminismo no
parece preocuparse de otra cosa más que de la simbología de lo femenino,
bien para reafirmarse un@ mismo@ en su etiqueta sexual autoasignada, bien para
mostrar y hacer explícita a un tercero dicha etiqueta: parece que su principal
preocupación fuera conseguir autodefinirse como mujer, pero como una mujer
nueva, que rompe con todos los tópicos tradicionalmente asociados a la
feminidad, a quien no se le caen los anillos por yuxtaponer, por ejemplo, engarces
de oro con atavío putero. Y eso sería bueno
si no fuera la forma y el fondo del pretendido mensaje liberador, si no
redujera todo lo que tiene de revolucionario a un ataque a la superficie
de lo que significa ser mujer.
Hay en este discurso una
increíble proliferación de epítetos: mariconas, transexuales, bolleras,
camioneros... De nuevo, y ya de paso, divide y vencerás... Porque esta
batalla que las nuevas feministas presentan como alternativa es en realidad una
lucha estéril, al menos políticamente estéril, porque sólo hace de las
formas su objeto de crítica, no ataca la raíz del problema, el fondo. Para la
inmensa mayoría de mujeres, se autoasignen la etiqueta de género que se
autoasignen, la problematicidad de su condición de mujer no tiene nada que ver
con si prefieren las parejas a los tríos (o viceversa), si les ponen más
las mujeres o los hombres, si les gusta más la penetración vaginal o la anal,
si sus orgasmos son clitoridianos o vaginales, sin son o no multiorgásmicas, o
si a lo largo de su vida han tenido tres parejas sexuales o varias centenas.
Encarar la lucha sexual
así es un error, es casi subversivo, y les hace un flaco favor a las mujeres
del futuro, porque es reduccionista, esteticista y epidérmica. A mi entender es
perverso reducir lo que se ha entendido y se entiende extensamente por
feminismo a eso. Aunque, claro está, para Ziga y sus perras yo no soy
más que una de las integrantes del grupo de feministas moralistas, unas
estrechas que hemos renunciado al hedonismo de pasarlo bien y del todo vale.
Este nuevo feminismo no es, desde mi punto de vista, sino una caricatura del
feminismo secular, y el modelo de mujer que propugnan no es otra cosa que, así
mismo, caricaturesco.
Ester Astudillo es filóloga, lingüista,
traductora
y poeta (además de lectora voraz de los más variopintos textos).
No hay comentarios:
Publicar un comentario