Una cadena de despropósitos
El sueño del monóxido, de J. Daniel García, efectivamente no encaja en la categoría de ‘Novedades editoriales’ (data de 2006), sección que suele promocionar, o cuanto menos justificar, ese género hostil y ubicuo llamado ‘reseña literaria’, pasto para quienes aspirando a la creación apuntan bajo, y/o para quienes ni aspiran ni apuntan pero se ganan así la vida; e incluso para quienes con gracejo y bonhomía lo cultivamos por amor al arte –entiéndase, por favor, en su doble acepción. Dicho sea de paso que el poemario en cuestión se merece mucho más que estas tristes líneas, y tal vez incluso se lo granjearon en su justa medida y a su debido tiempo.
A riesgo que parezca que digreso, citaré que hace un tiempo un libro de esos que propugnan el autoconocimiento y autoadiestramiento emocional me hizo creer en la máxima de que todo acto de agresividad y/o rabia dirigida hacia afuera esconde en el fondo un intenso sentimiento de tristeza. El individuo, decía el autor de nombre incógnito, desconoce el sentimiento genuino que le embarga porque aquel se encuentra enmascarado bajo la ira, auspiciada en detrimento de la tristeza por oscuros mecanismos de defensa en los que no me voy a extender y que sólo apunto que tienen que ver con el autoconcepto y, por ende, con que al sujeto le resulte más aceptable una conducta propia airada que melancólica. Y que diga esto no es gratuito, aunque lo parezca. El poemario de J. Daniel destila rabia, una rabia no exenta de dulzura ni diría que tampoco de tristeza, ambas en las dosis precisas. Y la cosa es que hoy estoy convencida del argumento inverso: que es la tristeza y la depresión la que enmascara siempre un sentimiento de rabia.
Intenso, directo, breve, sorprendente, El sueño es una espléndida muestra de la hibridación en el mundo entre lo inicuo y lo inocuo y de la falsedad de las apariencias: muestra cómo la belleza muerde –o bien que un mordisco puede ser bello-, igual que muerde el amor, o como ambivalentes son las flores del mal. La del monóxido, es bien sabido, es una muerte dulce, pero no por ello menos letal. Y Daniel además retrata a dios como un capullo cobarde con el rabo... entre las piernas.
Las páginas -pocas, las necesarias- hacen un bello recorrido por la muerte a través de sucintos personajes, algunos poco más que desechos urbanos, magistralmente apuntalados antes que descritos, y de su búsqueda personal de Thanatos como amante ideal. Con técnica casi impresionista-realista y en rigurosa tercera persona hasta el pronombre ‘mi’ del penúltimo poema, que visibiliza al narrador, Daniel sugiere un universo de desdicha y desventura, no esencialmente amorosa, como la causa del suicidio de sus desgraciadas criaturas. Aunque no es la autoinfligida la única muerte aludida. El monóxido es sólo el arma homicida arquetípica cuando hay un deseo expreso de muerte propia, y en eso se ampara el autor para sugerirlo sólo con el término –que el título se refiera al sueño subraya la vertiente más ‘dulce’ –o ambivalente- de esa decisión inexorable e irreversible, y apunta también quizás a la interpretación clásica de la vida como sueño. Quizá la vida sin más no sea más que otro sueño azul de una ponzoña cualquier a la que todos somos adictos.
Pero gas fue también el arma letal en la extinción masiva judía y así lo señala Daniel, con la magistral elegancia de hacerlo sin apuntarlo más que a través de las flores que relata que se constató científicamente (si es cierto o no no tiene la menor importancia) que nacieron de las cenizas de los despojos humanos en los campos de exterminio. Flores, ese arma de doble filo (tales como la amapola, o la belladona, a partes iguales atractivas y venenosas) tan deficientemente retratada por la literatura más tópica –y de ahí el éxito de la fórmula de Baudelaire en Las flores del mal. Y de ahí también la postura de rebelión de Daniel, que se aleja de la parálisis depresiva antes señalada y parece en cambio reivindicar la rabia que echa en falta en las criaturas que retrata y que dejan de luchar.
Flores, monóxido, drogas, vida: un potencial de belleza y disfrute que puede hincar los dientes hasta la médula y resultar fatal. Y la metáfora de las flores Rosáceas brotando a partir de las cenizas de los cadáveres cremados no deja lugar a dudas: la vida a partir de la muerte… a partir de la vida. Una insuperable y brutal cadena de despropósitos.
Ester Astudillo es filóloga, lingüista, traductora y poeta (además de lectora voraz de los más variopintos textos)
Por cortesia del blog Set Veus/Siete Voces, aún podemos leer más sobre J. Daniel García.
si no fuera porque ya lo he leído y releído, gozado, sufrido y vuelto a disfrutar, iría ahora mismo a la librería más cercana a aspirar un poco del monóxido que describes.
ResponderEliminarpequeño libro de bolsillo, gran nube de poesía.
y magnífica reseña.
;-)scar
Tú lo has leído? Lo tienes, pues? Podrías haber dado un grito, xati!!!
ResponderEliminar;-)
Merci, mon ciel. You're always welcome