martes, 16 de marzo de 2010

Presentación de la Novela "Como posos de café", de Isabel Morales Trillo, en Madrid

Con la colaboración de Alba Fresno a la viola de gamba y los vídeos de Rocío Hernández Merinero

Me levantaba temprano. Al amanecer. Abría la cartilla sobre el mármol blanco. Los codos en la mesa de la cocina. La malta muy caliente. Jamás tomo café. Me lo prohibieron desde el mismito momento en que me descubrieron la lesión de corazón. Me peleaba con aquellos dibujos. Tanto trabajo en retenerlos en mi cabeza. A punto de abandonar. Creo que casi todas las mañanas quería dejar aquel empeño. Me golpeaba la rabia. Agarraba el lapicero con fuerza. Se me clavaban sus bordes y me dolían los dedos. Mirar bien. Fijarme bien en la forma de cada letra. Encendía la luz. Hasta que por la ventana entraba la suficiente para apagar la de la bombilla. No ser analfabeta. No ser analfabeta. Me repetía a cada ratillo. Con ese coraje que te da lo que no controlas. El deseo de alcanzar algo que ni siquiera sabes qué es. Descubrir el mar. Empeño por no morirme antes. Delante de una playa oler su olor. Me decía. Manolita, que no puede ser. Yo siempre me hablo mucho. Me hablo todo el tiempo cuando estoy sola. Si me rindo ahora, ¿para qué habrá servido el esfuerzo? Y seguí. Trataba de no salirme de las dos rayitas de cada hoja al hacer las planas. Trataba de retener las letras, para sabérmelas y copiarlas igualitas en el cuaderno de pastas grises. Rafa me lo regaló. Y unos lapiceros azules, y una goma de borrar. Qué letra más fea me salía. Cuanto mayor te haces, más difícil controlar los dedos. No hay manera de cambiar del todo. Lo primero fue marcharme unos días a casa de mi hermano. En Teresa confiaba, se esmeraba en explicarme la cartilla. La de las niñas, vamos, que ya se la sabían, y la habían pasado. Mientras que estaban en el colegio, nos sentábamos las dos en su cuarto de estar, con su mesa camilla: el brasero eléctrico nos calentaba los pies. Qué paciencia demostraba mi cuñada conmigo. A los diez días ya me parecían demasiados. ¿A quién le gusta dar la lata? A los diez días: echaba tanto de menos mi casa. Tía, no te vayas. Tía, ¿por qué no te quedas con nosotros a vivir? Me decía mi niña Anamari: seis o siete años tendría por entonces la cría. Bueno, algún día más. Le contestaba. Luego, creí que nunca aprendería. Pero aprendí. Despacio y muy poquillo. Nada más… que para ir tirando. Para apañarme. Me di cuenta de pronto. Hay cosas que surgen así, cuando menos las esperas. Me disponía a recoger una labor extra en la sastrería de la calle Barquillo y crucé la plaza del Rey. Sin pensarlo leí: Circo Price. Ya sabía yo que aquel cartel era el del circo, pero nunca lo había podido leer. Necesité pararme. Me senté en un banco y respiré hondo. Miraba el letrero con el corazón así así: encogidillo. Seguramente con la boca abierta: pasmada. Con la duda de que aquello fuera real. Un suceso mágico. Igual que en los cuentos que les contaba a mis sobrinos. Cosas maravillosas que lo trastocan todo… 
 
 

Miércoles, 17 de marzo de 2010

19:45 - 21:00

Enclave de Libros

Realtores, 16

Madrid
 

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