Torreciudad y el verano antinuclear del 75
Me encuentro, leyendo el periódico, con que hay un conflicto, en fase agria, entre el obispo de Barbastro-Monzón y el Papa de Roma a cuenta del santuario de Torreciudad, propiedad del Opus Dei, que se levantó en 1975 sobre el pantano de Grado (río Cinca) como exhibición de la Obra en tierra de su fundador, el inefable Escrivá de Balaguer. Era aquel barbastrino un hombre de Dios y a la vez un narcisista perfectamente antievangélico, integrista, estirado y... santo que fue elevado a los altares de forma exprés (si atendemos a la pachorra habitual, frecuentemente de siglos, de la Iglesia para santificar a sus héroes), de lo que se encargó Juan Pablo II, de su misma cuerda y que más velozmente todavía fue también canonizado por el Papa Francisco, para pasmo de católicos de bien.
Esta pugna eclesial solo me interesa tocarla por lo bien que me viene para entrar en los recuerdos de mi contacto juvenil con el Opus y, más importante todavía, mis emotivas experiencias oscenses del verano del 1975. Pero no dejaré de subrayar lo que por su parte la prensa viene destacando: la indignación del obispo citado (que amenaza con dimitir) porque el nuevo Papa se inclina hacia la famosa Obra en la pugna por el control del santuario, algo que tenía muy claro el Papa Francisco, que apoyaba al monseñor y que llegó a advertirle sobre las “intrigas mafiosas” de esa organización ultracatólica sobre el asunto.
Y de mi experiencia con el Opus diré que serían los dos últimos años de carrera de ingeniero cuando lo frecuenté a invitación de mi querido amigo y compañero Manolo Campos, lo que consistió en tres o cuatro “retiros” en aquellos pisos y residencias que poseían en Madrid y alrededores (y que seguirán teniendo, digo yo). Era verdad que trataban de abducir a estudiantes “formales” (y a ser posible, destacados), pero más bien de clase media-alta, a la que yo no pertenecía. De ahí que me produjera malestar un ambiente en sus locales de decoración exquisita: escudos nobiliarios, paredes chapadas de madera oscura, techos recubiertos, escaleras tapizadas... Lo que nunca me deslumbró, ya que me resultaba ajeno e indigerible, y además lo del “ascenso social” me ha sonado siempre a ambición ridícula y canción de cuna. Tras mi segundo campamento de Milicias (verano de 1969), donde el mando militar consentía en reuniones para fieles captados en horas de descanso, liquidé y mantuve el tipo frente al acoso pegajoso de sus “cazatalentos” (con perdón). Mi religiosidad, todavía sincera, rimaba con una vida moderada y escueta, siendo ambas pautas de conducta las de mi casa y mi gente, así como las de la educación de mis maestros salesianos, distinguidos en la formación (generalmente, profesional) de alumnos de clase obrera.
Paso al tema nuclear sin que me deje fuera algo muy importante: que en aquel tiempo pude conocer, bastante bien, tanto al Opus como al Ejército, lo que me ha resultado impagable, ya que siempre he querido disponer de un conocimiento suficiente, para mi mejor proceder, de instituciones y personajes de significación social (sobre todo, ecologista) con los que había de encontrarme por un motivo u otro. Y cierro esta larga introducción opusiana reconociendo que 1975 y sus más destacados contenidos me han inspirado este texto por aquello de los 50 años transcurridos, que en lugar de abrumarme y tal me presentan unas aventuras con cuya rememoración -que incluye la revisión de mis pecados de pardillo- me siento rejuvenecer...
Fue un día de julio de aquel señero 1975 cuando me llamó Guillermo Carrera, originario de Alcolea de Cinca, para invitarme a su casa y tierra, la Ribera del Cinca, e implicarme en la batalla antinuclear que se había desatado allí a partir de que ENDESA promoviera una central nuclear sobre ese río, en el municipio de Chalamera. Y me impliqué, visitando, con él y de camino, el santuario de Torreciudad, que se acababa de inaugurar y que me pareció excesivo y algo insultante, acorde con lo que del Opus había quedado en mi caletre. Mi misión fue adaptar lo que ya era intensa experiencia mía al estratega Guillermo que, como ingeniero Industrial especializado en organización sabía cómo hacer las cosas. Y allí conocí a su estupenda familia y a los primeros luchadores de la zona: el periodista Joaquín Ibarz, el empleado Paco Clavé, el cartero Antonio Ibarz, María José Arellano de Radio Fraga, Miguel Beltrán, que luego sería alcalde de Fraga, y, ya en la capital, a Santiago Marraco y Aurelio Biarge, curiosa pareja -uno de izquierdas y el otro de derechas- que ya conspiraban juntos ante los cambios políticos inminentes. Joaquín Carbonell, escritor y cantautor, compuso y cantó “Chalamera”, que se convirtió en himno de la revuelta.
Yo era conocido en Aragón por mi intervención en las batallas antinucleares de Escatrón y Sástago (1974) en el Ebro zaragozano, porque me había vinculado a la magnífica publicación Andalán, núcleo combativo y generativo de los mejores aragoneses, y por mi participación en el exhaustivo trabajo El Bajo Aragón expoliado, dirigido por el sociólogo Mario Gaviria, y en Este problema llamado Aragón, análisis vibrante movido por los activistas del PCE. Mientras, andando los años y menudeando mis estancias en el Alto Aragón, descubriría que mi apellido viene de allí, del área Barbastro-Monzón-Jaca, llegando a Murcia con los conquistadores catalano-aragoneses... Y siempre me ha gustado la broma con que me han expresado su afecto toda esa gente: que debo ser “sobrino” del gran polígrafo Joaquín Costa, el “león de Graus” (y yo, encantado...). Zaragoza era entonces un hervidero de cultura y política expectante, con Andalán, el colegio mayor Pignatelli (¡honor al jesuita Alemany!) y una armada de políticos que de la clandestinidad pasarían pronto a las instituciones; y yo me encontraba en ese círculo apretado (en el que se incluía el restaurante “Casa Emilio”, con la sabiduría de su dueño y sus lentejas epopéyicas, nido de los confabuladores maños más curtidos).
No había acabado julio cuando tuve otra llamada, y de otro ingeniero (esta vez de Telecomunicación), Juan Garzo, leonés de Valencia de Don Juan, que me pidió que acudiera a la batalla contra -otra vez- ENDESA, y su proyecto de central allí mismo, en el Esla. Así que volví a ponerme en camino con este nuevo amigo que, como Guillermo, quería ponerme en contacto directo con esa lucha y en particular con el alcalde, José María Alonso Alcón. Ahora recuerdo que yo había enviado una carta a este alcalde animándole en su lucha: era tan singular que un alcalde “del régimen” se opusiera a la parafernalia energético-franquista, que ya por eso me cayó bien, y así surgió la ocasión. También recuerdo que, viajando con Garzo a su pueblo, quise que nos desviáramos al pueblo vallisoletano de Pozal de Gallinas, donde en el siglo XIX se había desarrollado un falansterio de tipo fourierista (o sea, de aquel socialismo llamado “utópico”, emparentado con el anarquismo), y aunque interpelamos al párroco nada documental pudo aportarnos. Apunto al lector que en ese momento yo estaba acabando mi carrera de Políticas, y que ese asunto lo había estudiado en una de las (dos) asignaturas que me quedaron para septiembre...
El alcalde de la Coyanza medieval (nombre que la villa conserva cariñosamente) era de aquellos que se le “colaban” al régimen, es decir, al gobernador civil, que era el que los nombraba de entre los -al menos aparentemente- adictos al sistema, y así se convirtió, ayudado por los comunistas infiltrados en un club cultural de León, en el líder de la sublevación. Una revuelta que, a más de la “toma” de León por centenares de agricultores del Páramo a bordo de sus tractores, incluyó la represión del gobernador, Francisco Laína, de una manifestación ecolo-comunista (andando el tiempo, ese Laína, hombre del clan familiar fascistoide minero-energético-bancario astur-leonés que lideraba Arias Navarro, presidente del Gobierno, pasó por héroe cuando en la noche del golpe del 23-F de 1981, y estando el Gobierno en pleno secuestrado en el Congreso, asumió la representación política de la “España libre” como secretario de Estado de Seguridad: cosas veredes).
A aquellos dos líderes (a los que, con otros más, describía como “ciudadanos admirables de ideas claras y ánimo tenso” en la dedicatoria de mi primer libro, Nuclearizar España, del año siguiente) les debo, así, a vuelapluma, a más de su recio y noble afecto, a Guillermo el que me diera a conocer a Iván Illich, con su obra, la mejor para mí, Energía y Equidad, y a Juan que me facilitara la realización de una guía breve de Madrid para los argelinos que venían a España a formarse en Telefónica, donde él trabajaba, en un tiempo en el que me iniciaba en la vida libre (y precaria). Pero ambos proyectos nucleares, los últimos de aquella lluvia iniciada a mediados de 1973, fracasaron, y ni el Cinca ni el Esla, hermosos protagonistas de verdor y optimismo en dos comarcas destacadamente áridas de España y pendientes de los regadíos de ambos ríos, tuvieron que soportar el insulto nuclear. Se trabajó muy bien.
Acababa el verano y se iniciaba un otoño con terribles coletazos del franquismo en su fase última y lleno de espesos presagios, no todos malos pero sí inquietantes, del momento más delicado de España en cuatro décadas. A los últimos fusilamientos del régimen de Franco de dos miembros de ETA y tres del FRAP (27 de septiembre), siguieron las últimas bocanadas del Caudillo, a las que acompañó la aceleración del conflicto del Sáhara con la famosa “Marcha verde” (octubre) y las maniobras invisibles que llevaron a la España finifranquista a la vergüenza internacional con el Acuerdo de Madrid (14 de noviembre) y la entrega de la colonia española a Marruecos y Mauritania, sin referéndum ni autodeterminación. Yo me interesaba velozmente por ese asunto, conectaba con el Frente Polisario en medios universitarios y conseguía una invitación para visitar la zona en conflicto durante 1976 (a la que siguieron otras numerosas estancias, enviado por la revista Triunfo). Ahora, que estoy redactando La cuestión del Sáhara Occidental y la política exterior de España, ya he acordado con el Polisario regresar al desierto este mismo mes de noviembre, para ponerme al día tras más de 40 años de ausencia.
Así que, en efecto, cincuenta años no son nada...
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