Mi amigo Ismael el Rubio
Ingeniero, Periodista y Politólogo. Ha sido profesor en la Universidad Politécnica de Madrid. Premio Nacional de Medio Ambiente.
Era por 1998, o así, y había conseguido -no recuerdo bien de la parte de qué amigo me vino aquel encargo- elaborar una guía natural y cultural de la Montaña de León y Palencia, lo que financiaba la Asociación de Municipios Mineros (ALMI) de esas dos provincias con fondos europeos del postcarbón. Ese trabajo me duró dos o tres años de feliz peregrinar por pueblos, aldeas, riscos y robledales, todo ello sin echar cuentas, que es lo que he aprendido a hacer cuando me acomete ese gozo, tan íntimo, de recorrer espacios desconocidos, bebérmelos y asimilarlos, que eso no tiene precio. Así que me permití trascender el encargo y recorrer los 55 municipios de esa Montaña biprovincial, con todos sus pueblos (digo bien: todos, creo que 605, no todos habitados y la mayoría sufriendo ese declive feroz sin arreglo ni fin), y aunque hecho el trabajo la Junta de Castilla y León no cumplió con su compromiso de editar el libro-guía, el relato quedó escrito y disponible, y yo me apropié de un tesoro de visiones humanas y naturalísticas, en inseparable mezcla, que me sigue alimentando y al que recurro con mi reiterada presencia por esos parajes subcantábricos en cuanto las circunstancias me lo permiten.
Tengo que recordar a Laudino García, alcalde de Igüeña en la “transición de los dos siglos”, que siendo además presidente de ALMI, fue el encargado de supervisar aquel trabajo. Antes que alcalde socialista había sido minero y comunista: su cordialidad, pareja a su competencia, dejó en mi experiencia señales, vivencias y afectos imborrables, para siempre impresos en estos paisajes.
Que fue cuando conocí a Ismael Suárez, más conocido como el Rubio, vecino de Igüeña, a quien Laudino pidió que me “subiera” en su viejo land rover por esos montes que, formando parte de la sierra de Gistredo, cierran las cuencas altas del Boeza y el Tremor (que a punto han estado de arder este agosto infernal, por cierto), de brezales espesos y robledal misterioso, que hace tiempo que los ganaderos no frecuentan ni los excursionistas de ahora incluyen en sus rutas de cómodo y pasivo deambular. Y ya desde aquella primera excursión me pasmó Ismael por su caudaloso verbo, hecho de sabiduría antigua y cuentos inagotables entre el mito y la picaresca, que es como se expresan, en su plática amistosa, los españoles que sobreviven pegados a su tierra. Conservo algunas de sus poesías más ingeniosas, pero aquel raudal de historietas me solía pillar desprevenido y ahora lamento no haber estado más atento.
Ismael era el alma de las fiestas de septiembre, con su alegría íntima y profunda, y su buena traza. Y también era el centro del resurgir, siquiera momentáneamente, del que fuera su pueblo, Los Montes de la Ermita que, incrustado en la sierra y abandonado, se aferra a su fiesta anual y convoca con algarabía a los que allí nacieron y a sus hijos y nietos. Un día, acompañándole a echar un ojo a su docena escasa de vacas en esas laderas, decidimos subir al Catoute, cumbre del Alto Bierzo, por los caminos ganaderos, esos que consiguen con mínimas pendientes alcanzar la cumbre pacientemente, con el menor esfuerzo.
Yo había subido al Catoute en otra de mis anteriores visitas, iniciando la excursión con Maximino, afectuoso vecino de Almagarinos, por la ruta más conocida, corta pero desesperante, y cuando él decidió renunciar pude engancharme a un grupo de jóvenes excursionistas a los que al poco fui yo quien ya no pudo seguir... Así que emprendí, solo y entusiasmado, la subida por el Boeza y –fuerzas mediante– hacia la cima del Catoute. En unas dos horas se puede alcanzar esa cuenca plana y secreta que es el Campo, o campa, de Santiago, a 1.500 m de altitud, por un camino que a trechos se hace calzada antigua. Del espeso robledal surgen mil hilillos y chorreras de agua que engrosan un Boeza que se deja adelgazar en altura, surgiendo de un laberinto de canales que divagan por la verde y plana cubeta glacial. Más arriba, al roble suceden los brillantes acebos y los piornos resistentes, que forman sobre el camino una galería paralela a la que se crea el propio río con sus sauces y fresnos. Hay también sabinas en la solana y en las más altas laderas, y a los que se atreven con el Catoute los protegen el haya umbrosa y el tejo mítico.
En el Campo de Santiago hay una ermita bajo la advocación del Apóstol, con portada románica y retablo neoclásico, en torno a la cual se celebra cada año la romería del día del Apóstol. Cerca hay también un refugio bien preparado. Desde esta campa, tras un descanso para reponer fuerzas, debe iniciarse la subida al Catoute, que espera oculto con su negror pizarroso, al que peinan de blanco los neveros persistentes. Son otras dos horas las que se necesitan para hacer cumbre. El camino lleva, primero, al circo del Rebeza, con dos lagunas glaciares por los 1.800 m; y desde ahí, cresteando por sobre los 2.000 m, se alcanza la cima piramidal del gigante Catoute (2.117 m), de amplísima y emocionante perspectiva. El descenso puede hacerse por el mismo camino o atreviéndose con los desniveles del río Susano, más ingratos. (En aquella primera excursión me pilló en la bajada el tormentón veraniego de ordenanza, alcanzando el hostal de Gloria feliz y empapado.)
Empeñándome en fotografiar al escaso rebeco, un día pedí a Ismael que me diera las instrucciones necesarias, con la seguridad de que de su mano me encontraría con el esquivo ungulado; y así fue: “pégate al tronco, no pises las hojas sino la hierba y no respires”, fueron sus recomendaciones, inapelables, que seguí al punto consiguiendo que pronto se me apareciera un joven y desconfiado ejemplar, al que el triunfal clic de mi cámara hizo huir de un atlético salto, tras haberme dado el placer de “cazarlo”.
Siempre que he podido he vuelto a su casa en Igüeña, a disfrutar de la amistad y la alegría de Ismael y Marina, su “esposa desde los 16 años”, y a escucharlo atento y embobado. Pero este año, los hados malos, traicioneros e injustos, se han llevado a Ismael quién sabe si por esas brañas que yo conocí de su mano y en las que ambos revivíamos lo mejor de nosotros mismos: él, su vida de pastor, minero y agricultor, yo mis leoneses años jóvenes… Ahora es seguro que me habría facilitado el encuentro con el oso, que ya ha pasado de Valseco al Boeza y del que sin duda conocería su paradero y andanzas.
Nostálgico, pero en absoluto triste, he vuelto a su casa a rendirle mi homenaje y a honrar a su familia; y secreta, pero firmemente, le he prometido que un día lo buscaré por los caminos altos del Catoute, y que me cuente más cosas.
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