viernes, 22 de agosto de 2025

Elogio moral del pirómano

 

     Filósofo, escritor y ensayista.



     En toda catástrofe colectiva (como lo son ahora los incendios que devastan España), convergen dos reacciones simultáneas. Una —digamos— propia de la moral terrestre, superviviente aún en medio de todos los cambios, muy antigua y a menudo muy primitiva: me refiero a la rentabilidad moral de la figura del culpable. La otra, muy nueva, tiene que ver con la creciente complejidad de las causas en el seno de un capitalismo tan holístico que no permite ya trazar fronteras entre la naturaleza y la cultura, entre un accidente y un crimen, entre la contingencia y la intervención humana.


Incendio forestal en Vilela, Ourense, a 15 de agosto de 2025.

La rentabilidad moral de la culpa es un tema muy ferlosiano. En efecto, en una memorable conversación de 2005 sobre los incendios, Sánchez Ferlosio recordaba que, aturdidos por una tragedia, nuestra demanda de un culpable "apunta a cumplir una función psicológicamente compensatoria y remuneratoria". Nos resulta difícil aceptar —es decir— que el dolor que nos aflige (o el terror o la indignación) sea la consecuencia de un casual golpe de dados y no de una voluntad maligna, pues solo el mal personalizado es capaz de generar al otro lado lo que Ferlosio llama el valor "víctima". "Los hombres", dice, "prefieren que sus males procedan de alguna culpable intencionalidad humana (en algunos casos se obstinan incluso en buscarla contra todas las apariencias, tan siquiera en la forma atenuada de irresponsabilidad profesional), porque lo accidental, lo azaroso, es moralmente improductivo". Un accidente de carretera, por ejemplo, puede producir víctimas mortales, sí, pero no "víctimas morales"; lo mismo un terremoto o un tsunami. Ferlosio hacía esta reflexión a partir del recuerdo reciente de un devastador incendio en Guadalajara, tras el cual se produjo "un fuerte intento de busca de esta clase de víctimas, mediante la determinación de culpables, aunque no lo fuesen más que por irresponsabilidad, por descuido o hasta por simple incompetencia; hubo una repelente apelación populista políticamente orientada". "Salió incluso a relucir", añade en tono irónico y admonitorio, "aquella lóbrega expresión de 'depuración de responsabilidades'".

Veinte años después, en medio del apocalipsis ígneo de este verano, Ferlosio habría sabido sacar aún más punta a esta "orientación política" del "populismo moral". Digamos de entrada que nunca el mundo ha estado presidido por impulsos más moralistas o moralizantes. Así lo experimentamos ya con la pandemia y se repite ahora con los incendios. Quiero decir que lo primero que hacemos, frente a una amenaza que no podemos ceñir del todo con el conocimiento, es concretarla en una voluntad adversa identificable; eso es lo que Ferlosio entiende por "valor moral" de la víctima: el deseo de justificar nuestra propia existencia, de valorizarla en medio de la penumbra impersonal, de rentabilizarla como provista de una función "crediticia"; es decir, de alguna trascendencia psicológica o política. Ahí surgen con natural y siniestra magnificencia el bombero pirómano, el especulador criminal, la mafia inmobiliaria, el ecologista radical: figuras caricaturizadas por la pasión moral de las redes, volcada en bulos, fakes y linchamientos digitales. No es que no se dé algún caso de algunos de estos delitos; es que nos basta con uno solo para cumplir nuestro deseo: el de suprimir definitivamente el azar o, más allá, la complejidad estructural de nuestras vidas. Un dolor sin víctimas (es decir, sin culpable) es un dolor, si se quiere, desmoralizado. Un dolor, por tanto, insoportable.

Ahora bien, ¿qué ganamos moralizando el horror? Nos ganamos, sí, a nosotros mismos como "víctimas". ¿Y qué ganamos siendo "víctimas"? Basta con sondear en nuestros pechos esta inclinación. El valor de una víctima moral reside en su visibilidad inatacable y en la inocencia proclamada de su sufrimiento inmerecido (eso que la religión llama "justificación"). Pero reside también, en este caso, en su potencia expiatoria: la víctima, producto de una acción culpable, se exonera por eso mismo de toda responsabilidad. Si son provocados, todos somos víctimas de los incendios; si todos somos víctimas de los incendios, podemos seguir "esperando la lluvia" (como decía Marta Peirano) sin sentirnos concernidos por su repetición estructural. Cada uno busca y encuentra su malo y, frente a él, todos somos igualmente buenos. Por eso, en una pirueta desconcertante, descubrimos que, en nuestro tiempo, el victimismo no es solo el tono moral de las víctimas, sino también la estrategia política de los victimarios. En un mundo que no entendemos y en el que apenas podemos intervenir, o en el que los delitos son ya de envergadura cósmica, todos queremos ser víctimas: también Netanyahu, también Putin, también Trump. Para culminar esta añagaza, al igual que en esas sociedades primitivas que no distinguían entre pecado, delito y enfermedad, necesitamos localizar y destruir a un culpable, cualquiera que sea. Es aquí, obviamente, donde entra la política en su sentido más sucio y de albañal o más autoritario e iliberal. Víctimas del antisemitismo, de la OTAN, del parasitismo europeo o del "comunismo" del Perro Sánchez, nuestras derechas globales alimentan el "moralismo" normal de la gente decente para matar niños, invadir países, destruir la democracia o franquear el paso al fascismo. 

¿Cuál es la causa de los incendios? ¿Tienen un culpable? Me temo que son el resultado de la interacción complejísima de muchas correlaciones integradas: cambio climático, reforestaciones equivocadas, desaparición del pastoreo y de los bosques como lugares de trabajo, malas políticas de prevención, insuficientes equipos de extinción en relación con los nuevos desafíos. Son el resultado, pues, de gigantescas transformaciones que se han operado durante décadas a nuestras espaldas, que apenas hemos decidido y que apenas comprendemos. En este contexto borroso e inasible en el que el fuego, en todo caso, es y será inevitable, se nos impone con necesidad fisiológica (una especie de reflejo nervioso) una fulminante reacción moral que redimensione esta gavilla de amenazas a escala antropomórfica: ¿quién es el culpable? O de otra manera: ¿de quién soy yo la víctima? El "victimismo" (con su cara oculta, que es el odio) constituye, sí, el último refugio de la moral terrestre. Cuanto más complejo es el mundo y menos podemos intervenir en él, más concreto y sincero se vuelve nuestro odio; más tendemos a colocar la amenaza en una pequeña figura de cera para luego arrojarla al fuego. ¡Fuego a los pirómanos! 

Si hay un culpable, somos víctimas; si somos víctimas, no somos culpables. Ahora bien, este victimismo generalizado, ¿no está recorrido por un enorme, reprimido, brutal sentimiento de culpabilidad? ¿No es una forma de disimulo o de simulación? ¿No nos sentimos de algún modo acusados por nuestros hijos? Como decíamos, la rentabilidad moral de la culpa se inscribe en un mundo de una complejidad sin precedentes. No tenemos ya más que esa renta: la de que, gracias al señalamiento del pirómano, nadie se dé cuenta de que también nosotros somos en alguna medida responsables de lo que ocurre. 

Frente al victimismo dominante y la "depuración de responsabilidades" (esa "lóbrega" expresión que tanto miedo daba a Ferlosio), hay que defender la asunción desigual de responsabilidades. En el caso de los incendios, hay que exigir que las instituciones competentes no escurran el bulto, que los políticos no exploten una tragedia nacional en favor de sus intereses cloacales, que los medios de comunicación no perviertan la ansiedad moralizante de ciudadanos asustados y cabreados, que los votantes no recompensen precisamente a los victimistas victimarios que incendian nuestra democracia. En cuanto al mundo y su complejidad, es también responsabilidad nuestra (de los pequeños moralizadores) rescatar, más allá del linchamiento, otros ejemplos de "ética terrestre": lo que comemos, lo que leemos, lo que viajamos, lo que compramos, lo que cuidamos, lo que compartimos, lo que admiramos. En el peor de los mundos posibles, a nuestra pequeña escala terrestre, todavía es siempre posible elegir entre el victimismo y la lucha. 


Fuente: Público



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