sábado, 14 de octubre de 2023

Israel y el terrorismo, consustanciales e inseparables

 

Por Pedro Costa Morata

El terrorismo está presente en toda la historia del Estado de Israel: en su germinación, durante su creación y desde entonces, día a día, con especial agravamiento en los últimos años, desde que ese Estado viene siendo gobernado por los extremistas del Likud más una caterva de partidos ultraortodoxos, fascistas y filonazis, incrementando sus planes de liquidación de palestinos enemigos, con manga ancha para los colonos invasores, con robo de tierras a los campesinos sometidos y ataques armados a los países del entorno, singularmente Siria y Líbano. Todo lo cual lo consiente, anima y respalda ese Occidente que, sea por los mitos bíblicos y la cultura dominante judeocristiana, sea por el inmenso poder del mundo de negocios judío, es corresponsable de crímenes innumerables desde 1948, con genocidios lentos y fulminantes, guerras de expansión e intimidación y, por supuesto, de un terrorismo permanente y racionalizado que tiene como principal víctima (pero no solo) al abandonado y depauperado pueblo palestino, al que se le descabeza eliminando sistemáticamente a sus líderes, para así aumentar la opresión y la humillación.

Para justificar sus exacciones y crímenes Israel cuenta -aparte de con los grandes medios de comunicación del mundo entero- con su bien afilada acusación de terroristas para sus enemigos y la no menos eficaz tacha de antisemitas para sus críticos. Los aspavientos de tanto necio desde las tribunas políticas y los medios de comunicación, y las condenas generalizadas por la última acción armada del grupo Hamás, están relacionados con esa historia de consentimiento y allanamiento de casi todo Occidente -política, economía, cultura- ante este Estado horrendo e injusto, agresivo y racista. Pero que ejerce un dominio aplastante sobre política e información, y consigue dárselas de pequeño Estado rodeado de enemigos (aunque dotado de la bomba atómica, que no consiente que ningún vecino posea), que sufre inexplicable e injustamente el rechazo de sus víctimas.

Por supuesto, que en gran medida, esa existencia política de un Estado cuya aparición ha marcado la mitad del siglo XX y lo que va de XXI con la más larga e impune saga de crímenes (Hitler y sus canalladas fueron cosa de un decenio, a fin de cuentas, y la Historia y la Literatura han hecho grandes esfuerzos por aliviar aquellos crímenes), la debe al apoyo indeclinable de los Estados Unidos de América que, a la misma convicción (fanática) de Israel sobre su origen providencial, une su estricta dependencia de los lobbies judíos, que controlan lo esencial de su economía; y con su poder militar garantiza la permanencia de ese engendro político-internacional.

Siempre conviene hacer recordar la magistral creación de aquel Jehová que, eligiendo al pueblo hebreo de entre los numerosos pueblos descendientes de Adán y Eva, lo lanzó en pos de una Tierra Prometida y maravillosa, que disfrutaría de su protección por los siglos de los siglos; para lo que sería suficiente que ese Pueblo Elegido solo reconociera su divinidad de entre la idolatría de los demás pueblos de su entorno. Con muy escasa diferencia de nombres y adjetivos, así también se autodescriben y definen tanto el pueblo como el Estado norteamericanos, aunque en este caso ha de añadirse un cierto (aunque, evidente) complejo estadounidense por los éxitos bíblico-históricos y antiárabes de Israel, que bien quisiera alcanzar; pero sin poder, todavía, igualar la trayectoria del pueblo hebreo-judío-israelí, tan claramente dirigida por la divinidad: revísese el relato bíblico, en especial el Pentateuco (la Torá) que, siendo redactado en el siglo VII a. C., para relatar de forma oportunista los once siglos que, dicen, mediaban desde Abraham (recogiendo una tradición oral ciertamente potente, vaya que sí), contiene los mitos de la más fantasiosa literatura mundial, y las más sangrientas promesas para el mundo (gentil y judío).

Así que, embebidos por esos mitos que secuestran a Occidente desde Abraham, nuestros políticos y comentaristas tienen claro que la operación de Hamás sobre el territorio israelí es terrorista y deleznable, y no tiene precedentes. Vaya, vaya. Israel, sin embargo, ha sido sorprendido en su beatífico y democrático discurrir, y por eso se le otorga todo el derecho del mundo para responder con su furia bíblica, su odio al árabe y su inmenso poder destructor, ese que ya Jehová le garantizó bajo los cielos de Ur de Caldea, y que llevó a ese Pueblo Elegido a atacar a todos los pueblos del vecino Canaán, invadir sus territorios y apropiárselos, ya que vivían en la Tierra Prometida; todo ello tras guerras y emigraciones guiadas por su Dios, único y omnipotente. Cómo no recordar al valiente y piadoso David, en torno al año 1.000 a. C., enfrentado a aquel Goliat, pérfido y atroz que, simplemente, defendía el derecho de los filisteos (filistín en árabe, es decir, palestinos) a su propia tierra. Vaya, vaya.

Nadie debe adherirse a ninguna acción armada, como principio, pero al pueblo palestino le asiste todo el derecho del mundo a hacer frente a la opresión sistemática, los crímenes sin cuento y el robo de la esperanza. Frente a Israel, que practica y enseña el mandato bíblico del “ojo por ojo y diente por diente” desde que sus padres fundadores se dedicaran a masacrar aldeas palestinas y a desposeer a cientos de miles de seres humanos de sus tierras y derechos.


Cuando los medios internacionales espumean y babean glorificando a Israel, es necesario que los disidentes de la ignominia recordemos que sobre Israel y sus fechorías la bibliografía es muy abundante, debiendo destacarse los análisis leales y éticos de una nada escasa intelectualidad judeo-israelí, que no ceja en la desmitificación de tanto cuento bíblico de la mano de la Arqueología y la Historia, como puede encontrarse en La biblia desenterrada (2011), de los prestigiosos arqueólogos Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman; en el desvelamiento de una estrategia originaria y vigente de aniquilación del pueblo palestino, que documenta el valiente historiador Ilán Pappé en La cárcel más grande de la tierra. Una historia de los territorios ocupados (2018); o poniendo de relieve la imposición que el lobby israelí en Estados Unidos hace de los intereses del Estado judío sobre la propia política internacional de Washington, asunto del mayor interés que los politólogos John J. Mearsheimer y Stephen M. Walt desmenuzan en El Lobby israelí y la política exterior de Estados Unidos (2007). Para salir de la órbita propagandística de Israel, tan potente y profusa, no hay más remedio que leer e informarse, y contrarrestar así la basura cotidiana con que hieden nuestros grandes medios de comunicación.


Álcese el crítico-analista por sobre las mentiras y los mitos de Israel y la indecencia de este Occidente que lo arropa sin pudor ni dignidad, y señale con dureza (ya que sobran los fundamentos) los crímenes y humillaciones insoportables de ese Estado sobre los árabes palestinos y tantos ciudadanos del Próximo Oriente. Descrea de las afirmaciones que, cada poco, destacan la democracia israelí (¡puaf!) de entre tanto régimen árabe autoritario, y no disculpe a esos tipos que no dudan, tras cada acción de la resistencia palestina, en calificarla de terrorista, y en ignorar, con tan alto grado de comprensión, las canalladas sistemáticas de un Estado ilegítimo e implacable.

Del despliegue de estos días, de sentidas adhesiones a Israel por parte de políticos y analistas, tras la “condena sin paliativos” de las acciones de Hamás, destaco la protesta de cientos de parlamentarios en la entrada del Parlamento Europeo, al modo borreguil, cosa que nunca han hecho para protestar contra Israel. Faltaba, claro, la minoría que, siendo crítica con esa potencia ultra, ha optado por callarse y dejar pasar la oportunidad de alzarse contra el espectáculo e iluminar con algo de dignidad a tan prestigioso pesebre. Que es verdad que la larga mano de Israel no solo asesina a sus enemigos militantes, sino que también alcanza a arruinar la vida y carrera de políticos adversos. Pero todos ellos -hipócritas o cobardes- conocen muy bien a los verdaderos terroristas, ya que saben lo que fue la Nakba, lo que es en realidad la ocupación de Cisjordania y a qué se dedican esos sanguinarios colonos que trituran el espacio palestino. Las acciones palestinas desde 1948 han sido siempre superadas -en horror e impunidad- por la temible fuerza militar del Estado hebreo.

Por su parte, Blinken y Austin, secretarios de Estado y de Defensa norteamericanos han volado en auxilio de sus compinches, como carneros-guías del gran rebaño de Israel, para anunciar el envío de más armas (como si a Israel le hicieran falta) y aniquilar pronto al enemigo común, transmitiendo el mensaje (innecesario, bien conocido) de su presidente, Biden, a quien le faltó tiempo para declarar que Estados Unidos está indefectiblemente del lado de Israel. “Y punto”, dijo ese vejestorio con las manos manchadas de sangre, cerrando sus ojillos y encomendando al común Dios de sus Ejércitos -que no luchan, sino que masacran y oprimen- los futuros éxitos de Israel y los suyos propios.

Unos y otros se regodean informando de los preparativos para la invasión de Gaza, enésima de Israel, pero en la que se empleará con más salvajismo que nunca, proporcional a la humillación sufrida por un ataque sorpresivo; y llevando a la destrucción -según su método, tan practicado- a diez veces o más víctimas palestinas que las israelíes ocasionadas por Hamás, de las que no menos de un cuarto serán menores de edad. A esto también Occidente está acostumbrado, reconociendo el derecho de Israel a defenderse y sugiriéndole una “respuesta proporcionada”, como si ignoraran que esto no figura en el léxico ni en la experiencia de Israel.

Occidente debiera vomitar sobre sí mismo y sus cacareados valores - políticos y morales en particular- por permitir que el pueblo palestino sufra -cien años ya, como quien dice- los crímenes de ese sionismo estatal al que mima: una mezcla de tipos enloquecidos por las promesas de ser el Pueblo Elegido por un Dios a su medida; y avergonzarse por la condena, cínica y canallesca, que lanza contra esos pocos que se atreven a desafiar al Estado de Israel, ese triunfante enemigo de la Humanidad. 



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