Del turista y el viajero: conjurando equívocos y desviaciones
Apretaban las críticas este verano al turismo invasor, como plaga que no cesa y que anuncia problemas inmanejables, todos ellos derivados de la masificación, de su conversión en fenómeno de voraz consumismo y de la relación que muestra, sobre la cultura y el medio ambiente, de ángel exterminador. Al mismo tiempo, se destacaban las cifras millonarias de afluencia de visitantes, en su mayoría atraídos por la costa, que ya superaban netamente a las conseguidas antes de la pandemia; si acaso, había algunas quejas de hoteleros que incluso en agosto disponían de algunas habitaciones libres, lo que les llenaba de profunda tristeza e impedía alinearse con la fortísima corriente de optimismo general. Así que en qué quedamos.
El turismo del que hablamos es, en efecto, un proceso intensamente destructivo: extractivista, decimos actualmente científicos y ecologistas, por su alto consumo en recursos materiales (agua, suelo, energía...) e inmateriales (paisaje, tradiciones, cultura...). Tal y como se ha sido desarrollando durante el siglo XX, y muy especialmente en el Mediterráneo y España, es esquilmador, incesante y... conflictivo.
Los ecologistas somos viejos críticos del turismo, sobre todo del masivo, el que exige espacio y exclusividad, obsesivo en urbanizaciones, abusivo en islas y acantilados e irrespetuoso con paisajes y culturas. Y así, hemos orientado nuestros dardos hacia el impacto concreto, inmediato del turismo, primero el costero, luego el rural (introducido sobre una gigantesca, así como ladina, mentira); pero ha faltado un verdadero desarrollo teórico de sus daños y amenazas, y en algunos ensayos críticos, más bien timoratos, que han surgido -tengo en la cabeza a varios investigadores libres y de universidades como la de Málaga o Alicante- muy al hilo de su faceta económica: su enorme repercusión económica, en primer lugar, con menor incidencia en sus costes. Siendo andariegos por naturaleza y por la naturaleza, los ecologistas nos mostramos instintivamente reacios a la masa y al mogollón, pero no podemos evitar que, en alguna medida y visto con frivolidad, se nos acuse de cierto “elitismo espacial” que, puede hacer que algunos exclamen “¡Lo quieren para ellos solos!”, cuando defendemos, por ejemplo, ciertos espacios naturales de calidad para liberarlos de las amenazas de la frecuentación libre. Lo que ni es verdad ni es justo.
Pero bueno. Decía que la alarma por las hordas turísticas desatadas ha surgido primero de ciudades eminente e históricamente turísticas, como Amsterdam, Roma, Lisboa, Barcelona... con Venecia como ejemplo de espanto que ha tenido que imponerse una línea roja que afecta -y cuánto me alegro- al atraque dentro de la ciudad de esos monstruosos buques llamados “cruceros”, de espantosa imagen y estética anti navío, que tienen como misión pasear por mares y ciudades a una multitud elegantemente hacinada y estúpidamente divertida. Muchos pudimos ver a esos monstruos sobrepasando con sus desaforadas dimensiones la iglesia de San Giorgio, como amenazando con entrar en el Gran Canal; afortunadamente, ahora han de quedarse en Mestre, el puerto veneciano del continente, y liberar a la ciudad de los Dogos de insultos insoportables. Yo he visto a estos odiosos barcos, alineados de cuatro en cuatro, en los muelles de Valletta, la capital maltesa, que viene a ser, por su situación geográfica, centro logístico de cruceros y cruceristas del Mediterráneo, en claro ultraje a unos muelles que tanta historia poseen y tanta belleza evocan.
Pero sigo. Mis reflexiones sobre el turista y el viajero -que ahí está la clave del análisis del insano transportarse y del creativo viajar- se han visto recientemente empujadas por la abundancia mediática de esas contradicciones y alertado por un estupendo libro que adquirí porque veía que me iba a hacer pensar, y yo lo necesitaba. Se trata de Peut-on voyager encore? (¿Es posible todavía viajar?), de 2025, del sociólogo Rodolphe Christin, que nos somete a dos dilemas de calado: el primero, y menos importante, plantea el hecho material de que, con la masividad de los movimientos turísticos, el espacio físico (y emocional) de cada viajero se estrecha y contamina, anunciándole límites que creía inexistentes; y el segundo, más inquietante, nos obliga a dudar del propio hecho viajero como expansión personal y experiencia positiva, teniendo en cuenta lo que supone de contribución al complejo pernicioso de la actividad turística como tal, que ya abarca atentados ambientales sin cuento, pérdidas culturales ilimitadas, desarticulaciones socio-económico-culturales irreversibles, transformaciones territoriales empobrecedoras en lo material y lo espiritual, expansión de un capitalismo voraz e infatigable...
Y como el amigo Christin supo inducirme el desasosiego que sin duda pretendía, eché mano de otro texto, Teoría del viaje. Poética de la geografía (2016), de Michel Onfray, que leí en su día y que recordaba como más liviano (y veraniego), ya que me había auto castigado bastante con el incisivo Chistin. El filósofo Onfray es más suave, desde luego, pero presenta el peligro de esa cierta ponzoña con que los autores liberales quisieran tintar los fenómenos sociales. Lo que no quita la riqueza de su pensamiento sobre el viaje, altamente aprovechable. Como cuando afirma que “el turista compara, el viajero separa” (y acepta, indaga, se entusiasma…, añado yo); es decir, que este es siempre anatomista, tanto de personas y personajes como de paisajes y paisanajes. O que “existe siempre una geografía para cada temperamento... y una mitología formada en las lecturas de infancia”, que me encanta, aunque me obliga a preguntarme, con sincera angustia: ¿y los niños de ahora? Porque, pensando en Julio Verne, cuyas obras fueron las más leídas de mi adolescencia, y sus personajes, tantas veces jóvenes y adolescentes, admirados por el idealismo con que se describían, eran lecturas que llenaban la imaginación -cultivándola y estimulándola- de hechos recreados a falta de imágenes, de trances y geografías remotas y exuberantes, donde sus héroes derrochaban ingenio, valor y fe; lecciones que tratábamos de poner en práctica tras la lectura, dando a aquellos juegos infantiles un algo iniciático, misterioso y bello. “Entre el mundo y uno mismo, insiste este autor, intercalaremos prioritariamente las palabras”: ¡eso!
Y es esa misma falta de imágenes (por más que innecesarias) lo que mueve a la meticulosa preparación de los viajes con guías serias y trabajadas, pero sobre todo con mapas; unos mapas que, hablo de mi caso, nunca encuentro anticuados, y aun mis atlas de adolescencia sigo teniendo a mano porque me dan la seguridad que necesito, que más que relacionarse con la preparación, lo es con la disposición... Y sobre ellos, mapas, atlas, aprendí a soñar el mundo... Y cuando me he encontrado ante, o dentro, de alguno de esos espacios o monumentos que admiraba y absorbía, me he sentido inmensamente feliz.
Quizás buscando el equilibrio, quiero decir entre la paliza de los escrúpulos con que me alcanzó Christin y el brillo complaciente que sabe transmitir Onfray, eché mano del siempre correcto y ecuánime Claudio Magris, con otra joya de mi estantería de libros de viajes, El infinito viajar (2008), que leí nada más salir a las librerías. Que la prosa de Magris es puro recreo, calma y disfrute, aun expresándose en conservador (lo que trata de disimular, por la cuenta que le trae, sin demasiado éxito...); pero a mí es su condición de ciudadano de Trieste lo que más valoro, siendo su prosa de base italiana, formación germánica y atención eslava, lo que me subyuga. Y lo aplaudo con toda mi energía cuando suelta: “Vivir significa, hoy más que nunca, viajar”. Y como triestino, ya digo, surgido intelectualmente en el cruce de tres potentes culturas, no puede dejar de advertir, como un exhorto, que “la única identidad auténtica no es la regresivamente monolítica anhelada por los delirios étnicos, sino aquella fiel y móvil a la vez, capaz de enriquecerse merced a una nueva pertenencia”. Que yo creo que es una invitación al cosmopolitismo, a la apertura a los demás, con sus tierras y culturas, ya que esta es la más auténtica lección del viaje y del viajar. No falta, en la agudeza del muy viajado Magris, la observación que sitúa al viajero algo así como ajeno -o tendente a excluirse- a responsabilidades cuando no está en su propio espacio, lo que no siempre es legítimo. De ahí que suelte que “viajar es inmoral”, reproduciendo la frase de un filósofo de su referencia, pero añadiendo que éste lo decía “durante un viaje...”.
Y como última ayuda en mi pensar viajero, quise honrar una vez más a mi amigo y compañero Rafael Chirbes, en este caso a partir de El viajero sedentario (2004), libro en el que con su probaba habilidad redaccional convierte una contraposición en pedagogía de general aplicación. Chirbes tuvo la misma educación que yo, ferroviaria de cuna y de internado religioso (León) en la misma época, y aunque rehuyó la formación técnica, optando por la historia y el arte, ejerció de periodista gastronómico y viajó constantemente durante varios años, acopiando material para su inevitable reconversión en escritor sólido y puntilloso. Con esto quiero que quede claro que también admiro -como Chirbes- a quien no sale de su pueblo, no ya de su país. Porque me parece que supone, no un esfuerzo de contención, como podría parecer sin más indagar, sino una comprensión -máxima, intensa, holística- del mundo y sus formas y sorpresas, porque es verdad que la realidad geográfica, con sus humanos pululantes, siempre podrá resumirse en esto que alcanza la vista: la condición, creo yo, es que el alma deberá estar dispuesta, curtida en las más humanas inmediateces... Y recordemos que, por ejemplo, de Verne se dice que apenas viajó, como no fueran unas excursiones mediterráneas en un yate que se hizo construir, pero no se sintió -hay que suponer- demasiado atraído por las geografías que describía sobre los mapas. Era un erudito en meridianos y paralelos exóticos, así como del impulso humano por la supervivencia, de su capacidad de asombro ante un mundo que todavía en su tiempo no había mostrados sus límites. Y algo de eso comparto yo: desde siempre me fascinaron las tierras lejanas, los pueblos raros, las banderas y las naciones, con sus paisajes singulares, que en mi imaginación visitaba y disfrutaba.
En el planteamiento de un viaje suele ser inevitable esta disyuntiva: ¿en soledad o en grupo? Pues está claro, en soledad (esa experiencia de un “camino interior, insuperable), o con una (sola) compañía, si es que en verdad se pretende viajar con aprovechamiento. Lo del grupo es inevitablemente otra cosa. Y lo de “más de dos”, es decir, tres, igual que se desaconseja en la preparación de un examen, nunca aparecerá en las recomendaciones para viajeros de raza. Partir con el amigo, o amiga, que es el caso de almas gemelas y comunión de voluntades e intereses, resulta lo más acertado, aunque pertenezca a una dimensión bien distinta a la de la soledad personal, inevitablemente metafísica (o sea, incompartible).
Añadiré como final que, siendo viajero empedernido, soy forofo de dos experiencias: la primera, medir y sentir la profundidad de los territorios… para que se me queden bien afirmados y los pueda recordar e identificar; y la otra, el culto de los retornos que, aunque sean arriesgados y no pocas veces decepcionantes, insuflan compensación en el alma e incluso premio: repetir estancia es como si despejáramos de nuestras dudas el impulso imperfecto de ver cosas y liquidar, con el olvido acechando y el aprecio de una sola vez arrollado por la sucesión inconsiderada de novedades... Se trata, ya lo creo, de una ética del retorno, de un culto a las geografías de la memoria...

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Está claro que esto del turismo barato y masificado se nos va a ir de las manos si no se nos ha ido ya. En las costas es insoportable y en las grandes ciudades como Madrid lo está cambiando todo. Madrid en el centro está irreconocible . Y todo basado en los sueldos de los empleados de hostelería miserables y casi de esclavitud.
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